EL TIEMPO Y LA PLASTILINA
POR

-Roger Vilain-
X: @rvilain1
No sé ustedes, pero a mí el tiempo siempre me pareció un asunto extraño. San Agustín llegó a decir sobre el concepto de él que “si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si intento explicárselo a quien lo pregunte, no lo sé”. Y tenía razón, vamos, que ese señor es un jabón entre las manos.
No voy a escribir sobre qué pueda ser el tiempo. La ontología de semejante cuestión se la dejo a filósofos de pelo en pecho. Lo que en verdad importa aquí es la rara condición que los minuteros ganan a la vera de mi presencia, lo cual fue, es y será el modo caprichoso de vincularnos, de hacernos señas mutuamente y de andarnos por ahí entre guiños, sorpresas que para qué te cuento y palmaditas en el hombro cuando las cosas se ponen serias.
Al tiempo medio mundo lo trata con el ceño fruncido. Su común representación son los relojes, bichos de rostro solemne que hacen tic-tac y acaban siempre por acuciarte, mira que van a dar las nueve, que la reunión en el trabajo, que falta un cuarto de hora y este maldito tráfico.
Su común representación, digo, son los relojes por una parte y por otra los almanaques. Hay excepciones, claro, no todo implica severidad o pompa o prosopopeya de lino, paltó y corbata. Ahí está el reloj cucú, el simpático de arena y muchos de sol que son una monada. Y ni hablar de aquellos viejos almanaques, olvidados ya, que ofrecían chistes y cuentecillos en el reverso de sus hojas. Pero sí, al tiempo medio mundo lo trata con el ceño fruncido, lo que en mi caso ha sido una excepción, ve tú a saber cómo y por qué.
¿Ejemplo? Una cosa es hablar de años y otra de meses o semanas. Una cosa es un siglo y otra diez intransitables décadas. ¿Serán lo mismo acaso? ¿Habrá alguna diferencia? La hay. La hay no porque lo haya comprobado aquí o allá o porque cierto despistado me lo soplara mientras juntos papábamos moscas, o porque lo hubiese considerado soñando, que también. Vamos a ver. De niño mi madre decía: en tres días saldremos de vacaciones. Entonces la felicidad llegaba como una ola, de golpe e incendiándolo todo, en esencia debido a que tres días eran apenas tres días, tres diítas pues, trampolín para que sístoles y diástoles fuera de control produjeran brincos de júbilo sin fin. Tres días eran mínima cosa. Setenta y dos horas, fíjate tú, supondría trecho demasiado largo.
¿Será lo mismo pensar en dos años que en ciento cuatro semanas? ¿Una hora pesa igual que tres mil seiscientos segundos? Válgame Dios, en la infancia y en la adolescencia la diferencia podía sufrirse en carne propia, por lo que en una ocasión me atreví y fui a hablar con Camacaro, el escrupuloso profeso de física. Me miró con fijeza, se acomodó los lentes con el índice y el pulgar, tosió un par de veces y me dio la razón. De seguidas se puso más serio aún -es que al tiempo medio mundo lo trata con el ceño fruncido- y mencionó a Albert Einstein, a la Relatividad, cosas que a mis oídos sonaron como zumbidos de moscas fastidiosas.
Hasta hoy ha sido así, créeme que lo digo con entusiasmo. Si falta un mes para largarme a la playa el mundo brilla, es la leche. Si todavía debo esperar a que pasen treinta días el desánimo lo cubre todo. Qué se le va a hacer, una cosa es la antítesis de la otra y no me digas que no, no me vengas a decir que no.