GATOS

POR

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

Un dicho anónimo expresa: “En realidad la casa pertenece al gato y nosotros pagamos la hipoteca”. Dime tú si no es verdad una sentencia como ésa. Quienes aman a los gatos saben que lo insólito, la verdadera sorpresa en este asunto es el amor correspondido. Que sientas afecto por el mishu es lo de menos, que él te haya elegido como objeto de cariño implica la noticia. Todo gato equivale a un alma libre, la más independiente en el reino de lo vivo y se hace dueño de tu casa y por último la llama hogar, todo a propósito de una elección que dista años luz de altos o bajos intereses, llámalo como te guste.

Claro que encontrará alimento, claro que sentirá la mano que reposa y se desliza por su piel de alfombra. Pero ni así. Cuando tu gato te ha aceptado, lo ha hecho en función de otros motivos y si me preguntas cuáles sería incapaz de enumerarlos. Tiene sus razones y punto, de modo que jamás decides al respecto.

Arriba escribí una frase que es también un improperio: “cuando tu gato te ha aceptado”. Malo, malo, por supuesto, en esencia porque si hemos de hablar de pertenencias no serás el poseedor sino el humilde poseído. Créeme, la condición felina carece del tú como adjetivo, así que piénsalo dos veces cuando llegues a la casa con el cachorro entre los brazos.

“Si hubiera que elegir un sonido universal para la paz, votaría por el ronroneo”, sostuvo B.L. Diamond. No sé tú, pero estoy más que de acuerdo. De la icónica pipa lista para ser fumada en nombre del alto a la violencia queda poco si al lado un gato se pasea, danza en silencio y ronronea para sellar el pacto de hermandad. Un gato ronroneando, lo mires como lo mires, es sosiego químicamente puro, con lo que date por satisfecho: tienes ya la concordia de tu lado, la autonomía que camina entre tus piernas, la dignidad hecha bola de pelos y la gracia metida de cabeza en plena sala.

El antiguo Egipto, dicen los que saben, fue el lugar donde los gatos acabaron por domesticarse. Su naturaleza dual -seres que abrazan o rechazan sin contemplaciones- se convirtió nada menos que en característica sobresaliente de la diosa Bastet, divinidad felina por antonomasia. Semejante cuestión anidó en una deidad no por razones vanas sino porque en la mencionada dualidad cabe la libertad monda y lironda, cabe el ser libre de cabeza a pie.

En mi adolescencia siempre tuve gatos. Ante los gritos al cielo de mi madre llegaron a deambular diez o doce por los dormitorios, la cocina o los tejados, propietarios todos del homínido que les puso las sardinas en su sitio y lo más considerable, maceró el temperamento a pulso para transformarse en escogido.

Que un gato sea la independencia hecha cuadrúpedo no es cosa menor. En él abunda el arrobo a borbotones y el amor propio muy bien adjudicado, espejo en el que pocas veces asomamos la nariz.

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