EL CHICO DE LA BALAUSTRADA
POR

-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Nada más agradable que coger el libro en turno, largarte a una terraza de café y ahí, dale que te dale, habitar una página y otra y otra y contemplar el mundo desde cada párrafo hasta decir basta.
En esas estaba, café de por medio y el McBaren´s encendido cuando me percaté del asunto. Para mí una terraza es la isla perdida en el Pacífico, es decir, que amén del trajín en plena tarde, del vaivén de los transeúntes, de las bocinas a tope en la calle de enfrente y agrégale tú los ruidos que se te ocurran, digo, una terraza es el apacible lugar donde leer o escribir supone la gloria sin ir más lejos.
Decía arriba que en esas estaba y créeme que lo estaba cuando ante mí, acodado en la balaustrada que separa la terraza de la calle, apareció de pronto. Tendría ocho o diez años, no más. Un chico observándome como gato que se da cuenta del ratón. Yo continué en mis trece, claro, metido en el libro con Enrique Vila-Matas hablando de Michelangelo Antonioni en su Dietario voluble, página doscientos treinta y seis. Entonces, habida cuenta de que sentí otra vez aquella mirada como un rayo, alcé la vista para comprobar y el chiquillo ahí y sus ojos y la balaustrada que aplastaban en mi isla, apacible todavía pero verás que no por mucho tiempo.
Tengo por sentado que cada quien a lo suyo y se acabó, lo que me lleva a practicar con milimétrica prestancia la sana máxima del vive y deja vivir. Continué pues con Vila-Matas y otra historia del Dietario…, la de su libro El viajero más lento y un señor que sin aviso ni reparos se acercó a preguntarle, así nomás, no sé qué sobre el título del libro y blablablá. Pero esto es harina de otro costal. Lo cierto fue que de nuevo el rayo y la mirada y yo que alzaba por tercera vez la mía con el niño del pasamanos sin quitarme de encima la suya.
Limpié de cenizas la chimenea de la pipa, cogí un poco de McBaren´s para recargarla, acerqué fuego, di unas cuantas chupadas y seguí de cabeza zambullido en el texto. Con el autor haciendo de las suyas la isla del Pacífico resultó la sucursal del cielo. Es que no hay masaje, relax sobre tumbona de playa o caminata por el bosque que supere a una terraza a libro abierto con tabaco del bueno entre los dedos y un macciato como debe ser. Pero error entre errores, tonto entre los tontos, se me ocurrió alzar la mirada otra vez, no me preguntes por qué, y aquellos ojos no se habían movido, seguían petrificados sobre mí. Era era yo pasto para las fieras, era pasto también para alguien más.
Hice un último intento. Vila-Matas, el pobre, llevó a cabo cuanto pudo. “Lo que puede pensarse tiene que ser sin duda una ficción”, leí en la página doscientos cincuenta y tres. Estuve de acuerdo, porque mis pensamientos, porque mi inquietud, tendrían que estrellarse contra pasamanos, niño acodado y ojos como puñales, todo a la vez y c’est fini. Pero no, de nuevo levanté la vista y al diablo Vila-Matas y lo que puede pensarse y lo que tiene que ser sin duda una ficción. La realidad plantó de cuajo su verdad sin disimulo: el niño reía. Reía a mandíbula batiente y nunca dejó de observarme. Reía, reía más que Peter Sellers en La Pantera Rosa ataca de nuevo cuando Jacques Clouseau se desternilla al respirar óxido nitroso.
El chico me ve, acecha de frente, de reojo, ríe como si en él nacieran todas las risotadas del mundo. En alarde de agresividad me tuerce la cara, me saca la lengua, se burla a placer, redobla su risa. ¿Qué había visto en mí? ¿Qué impronta sellada en lo que soy pudo vislumbrar? ¿Qué verdades halló en mis profundidades? ¿Qué rostros, por debajo de mi rostro, notó al dar conmigo aquella vez?