EL ARTE DE LAVAR LOS PLATOS
POR

-Roger Vilain-
X: @rvilain1
En lo que a mí concierne lavar los platos arroja dos consecuencias prácticas. La primera es más que obvia: higiene, pulcritud en la losa, vajilla lista para el próximo almuerzo. La segunda, en realidad más importante, implica resultados diferentes, muchísimo más estimables.
Cualquiera en su oficina o en su habitación de trabajo en casa tiene lo justo para salir adelante, es decir, para dar en el clavo a la hora de enderezar entuertos y suprimir dolores de cabeza. Lo que soy yo gano esto y más frente a la grasa, los residuos alimenticios, el soufflé medio mordido y, en fin, la pila de utensilios sucios. Basta con irme a ese altar que es el fregadero, dejar que el chorro de agua haga de las suyas y sucumbir al placer de limpiar los trastos.
La resolución de todo conflicto es directamente proporcional a las porquerías acumuladas. Es raro, pero tengo por seguro que un tenedor con poca mugre da menos remedios que un vaso a reventar de inmundicias. Y así. Es raro pero también lógico si a ver vamos, en esencia porque a más roña y más cochambre más ocasión para el satisfactorio desenlace.
Le contaba esto a un amigo y no lo podía creer. Reconozco que al principio también me ocurría igual, pero ante evidencias contundentes no hay demasiado por hacer: te pasa lo que te pasa, te percatas de la realidad aunque frunzas mucho el ceño y lo insospechado acaba cogiéndote por el pescuezo, lo que supone aceptación plena de las circunstancias.
Las circunstancias, claro, son diáfanas e ineludibles. Fregar los platos deja de ser lo que antes era -fregar los platos y se acabó- para de seguidas convertirse en otra cosa, parecida a la anterior pero a la vez distinta, asunto cuyas características cobran ribetes cuasi religiosos. Un fregadero de platos equivale a un oráculo moderno y mira tú que no exagero para nada. En el pasado quedan Delfos o Dódona, ahí está Dídima sin ir más lejos. Con razón la antigüedad marcó pauta y dejó huella.
El otro día, mientras luchaba contra el sedimento pegajoso de una olla, me dio por atacar cierto problema financiero. El gozo por el agua tibia resbalando entre mis dedos fue el motor que destrozó el dilema. Justo cuando ese punto de brillo en el metal pudo encandilarme grité eureka, respiré aliviado, se deshizo la contrariedad que no dejaba paz. Acepto que todavía siento sorpresa: ni mi esposa, ni los dos o tres amigos con quienes he compartido esta verdad logran tales beneficios. Es cuestión de práctica, lo sé, así que siempre insisto en que no se desanimen.
Por último, descubrí hace poco otro hecho concluyente. Lavar platos y llegar a resultados como los que obtengo va en función de la actitud correcta. Si te quejas o maldices, si tu ánimo se viene abajo cuando tienes ante ti una montaña de cacharros apestosos, nada que hacer, olvídate de todo arreglo. La predisposición es lo que cuenta, de modo que a mayor guarrería mejor para lo que buscas. El arte de lavar los platos, no se diga más.