EL INTERRUPTOR
POR

-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Cualquiera jura que un interruptor sirve para encender la luz, para poner en on la aspiradora y para que la cafetera cuele. Menuda falta de información.
Claro que sirve para eso y claro que funciona para más. Por lo general aseguramos conocer el ámbito al que nos arroja semejante ingenio: de la oscuridad plena al hágase la luz, de la planta baja al piso treinta y seis, del puñado de cables y de chips al noticiero de las once. Pero si a ver vamos, un interruptor es la varita mágica que trasciende lo anterior, cosa seria por donde la mires, sobre todo cuando al echarle con detenimiento el ojo caemos en la cuenta fatal, es decir, notamos que tiene la última palabra en función del bien y el mal. La silla eléctrica o el Tomahawk que da en el blanco pueden decirnos algo.
Yo, que de generosidad tengo todo y de ingenuo mucho más, guardo para mí que un interruptor es en esencia sumamente bueno, no sólo por lo que llevo dicho hasta aquí sino porque artilugio como ese es frontera entre realidades diferentes, espacios conocidos y desconocidos, ámbitos que ve tú a saber qué son y dimensiones cada una más sorprendente que la otra. Nada que reprocharle al pobre.
De artefacto útil para el día a día pasa en un tris a mecanismo óptimo para navegar en otras aguas, cuestión simple de evidenciar -en mí, pongo por caso- y súper compleja de elucidar cuando luego de hacer el alto obligatorio, fruncir el ceño, hacerte mil preguntas y rascarte la cabeza, quedas en las mismas a propósito de la experiencia.
He podido comprobar que artificios tales existen de dos clases. Los hay empíricos y los hay imaginarios, todos inmersos en esto que llamamos realidad. De los primeros poco que decir: abundan aquí y allá y colman hasta las narices el medio donde chapoteamos. De los segundos cabe percatarse como lo hizo quien escribe, de incógnito y al azar. Aparatos como éstos engullen lo que existe y lo que puede existir.
En mi niñez el interruptor que prefería, claro, era uno imaginario. Apenas lo movía, apenas hacía click y si por ejemplo llevaba entre las manos cierta historieta de las que me gustaban, caía entonces de bruces, de cuerpo entero en la dimensión pertinente, en la historia que contaba. Cuando la narración era feliz, emocionado vivía el cuento en 4D, si la trama era lo contrario ya supondrás el problema. Y así. Recuerdo la ocasión en que pulsé el interruptor frente a un libro de Allan Poe. Imagina lo demás y figúrate las consecuencias. Es que para qué te cuento.
Ya de adolescente controlé mejor las circunstancias, de modo que el interruptor estuvo frente a la novelita erótica, ante el film visto en secreto, ante el sueño húmedo en plena madrugada. Éxtasis a troche y moche. Hoy por hoy, mucho tiempo después, acerco el dedo índice, lo oprimo sin vacilación y de seguidas vivo la escena que deseo -en general una acorde con mi edad- en carne y huesos, cargada de materialidad, tan objetiva como los anteojos que llevo encima, de modo que ponte en mis zapatos, saborea por un segundo, lánzate sin dudas al experimento.
El interruptor ha tenido sus sombras y su cara luminosa, cuestión normal si usas un trasto como el que me acompaña. Por fortuna llegué a echarle mano de buen modo y qué te puedo decir, la vida ahora es más mullida, más vida al fin y al cabo, cosa que agradezco día a día a todos los dioses.
Julio Cortázar, de quien sospecho que sabía más de la cuenta, dejó escrito al respecto con razón: “Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja del sueño”. Y yo también. Claro que yo también.







