Ermua entre nosotros

por

Mariano Nava Contreras

Twitter: 

@MarianoNava

 

 

El jueves 10 de julio de 1997, hace ya veinte años, acababa yo de volver de España, después de haber terminado el primer año de mi doctorado en filología clásica en la Universidad de Granada. La ciudad a la que me había mudado meses antes, y que sería mi hogar por unos años más, pasaba entonces por un momento singular e irrepetible. Comenzaba a disfrutar del progreso y el empuje económico en el que estaba embarcada España desde la década pasada, pero en muchos aspectos seguía siendo la Granada conservadora y recoleta, y en cierta forma, atrasada, que había sido desde hacía tanto tiempo. Recuerdo que cuando llegué hacía pocas semanas se había inaugurado el último tramo de la autovía que la comunicaba con Madrid, pero todavía eran frecuentes los cortes de luz y los racionamientos de agua por verano. Sin embargo, conservaba intacta toda la melancólica belleza y la magia perturbadora que había cautivado a Washington Irving y no se cansaba de cantar García Lorca. “Esto fuera un verdadero paraíso”, me dijo una vez mi tutor, don Jesús Lens, “si no fuera por el terrorismo”.

         Aquél jueves 10 de julio estaba yo en Mérida, dispuesto a pasar las vacaciones con mi familia. Sin embargo, no había perdido la costumbre de seguir las noticias de España. Esa mañana los noticieros informaban de un nuevo secuestro perpetrado por la banda terrorista ETA. Esta vez le había tocado a Miguel Ángel Blanco, un joven concejal por el Partido Popular en la pequeña localidad vizcaína de Ermua, al norte del país. La banda exigía que todos sus miembros presos fueran reubicados en cárceles del País Vasco, y amenazaba con ejecutar a Blanco si antes de las cuatro de la tarde del sábado 12 el gobierno no cumplía sus exigencias.

         No sé si les ha pasado a ustedes, pero a veces la vida nos muestra que es capaz de superar a la imaginación más aventurada. Lo que ocurrió después difícilmente hubiera podido ser previsto, incluso por los secuestradores. ETA había secuestrado y había matado muchas veces, lo que nunca había hecho era poner fecha y hora a sus crímenes. Esta vez, lo que había comenzado como otro cruel secuestro se convirtió en una macabra cuenta regresiva. De inmediato los ciudadanos de toda España salieron a las calles pidiendo la liberación del concejal. Se concentraron primero frente a la casa de la familia de Miguel Ángel, en Ermua, y después, poco a poco, en cada una de las principales ciudades españolas, portando lazos azules como muestra de solidaridad. La noche del viernes 11 la gente permanecía en las calles en vigilia, mientras los agentes de la Ertzaintza, la policía vasca, se retiraban la capucha de seguridad en muestra de solidaridad y abierto desafío a la banda criminal. Los noticieros cuentan cómo la tensión crecía a medida que el tiempo se agotaba. El sábado 12 a las tres de la tarde, una hora antes del ultimátum, un millón de personas llenaba las calles de Bilbao.

         A las 4 de la tarde, con fría puntualidad, ETA ejecutaba a Miguel Ángel Blanco. Un campesino lo localiza con dos tiros en la nuca en un bosque próximo a Lasarte, cerca de San Sebastián. Aún respira. Sin embargo, pese a los esfuerzos de los médicos por salvarle, el joven fallece al día siguiente. Entonces millones de ciudadanos salen a las calles para pedir el fin de la banda criminal, al grito de ¡Basta ya! y ¡Libertad! Un millón y medio se concentra solamente en la Plaza de Colón en Madrid. Ha nacido lo que después se conocerá como el “Espíritu de Ermua”.

         Hoy la mayoría de los historiadores coinciden en que el asesinato de Miguel Ángel Blanco significó el comienzo del fin de ETA. Ciertamente los sucesos de Ermua, esos tres intensos e inolvidables días del verano de 1997, cambiaron la historia reciente de España. Puede decirse que las movilizaciones ciudadanas surgidas bajo el influjo del Espíritu de Ermua consiguieron quebrar la dictadura del terror que la banda había impuesto en el país. Pero lograron más. Consiguieron desarticular su retórica populista, el argumento macabro con el que pretendían perpetrar todo tipo de atrocidades en nombre del pueblo vasco. Y lo más importante, consiguieron cohesionar a los ciudadanos españoles en torno a los ideales de paz y libertad. Fue a partir de Ermua que los ciudadanos perdieron el miedo al terrorismo y tomaron conciencia de su propio poder, simbolizado en las manos pintadas de blanco y carentes de armas de los manifestantes. Por primera vez, los ciudadanos plantaron cara al chantaje del miedo.

Hoy, cuando vivo los terribles sucesos de mi país, nuestra lucha por volver a ser libres, recuerdo aquellos días intensos y dolorosos de hace veinte años, y pienso que Ermua queda en todas partes donde se lucha por la libertad. Su lección sigue vigente. El espíritu de Ermua nos enseñó que nada puede detener a los ciudadanos cuando deciden marchar juntos, cuando deciden liberarse de la dictadura del miedo.

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here