SCHAMIS, LA MUD Y SUS CLAUDICACIONES

Antonio Sánchez García

 

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“La traición fue total, generalizada y sin excepciones, desde la izquierda hasta la derecha.”

Sebastian Haffner, Historia de un alemán, 1939.

 

            Héctor Schamis, Consejero Académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL) y profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos y en el programa “Democracy & Governance” de la Universidad de Georgetown, además de ser un importante especialista en asuntos latinoamericanos, es uno de los más destacados columnistas internacionales del periódico español El País. Desde cuyas páginas de opinión sigue la evolución de la política regional y hemisférica, con particular incidencia en el insólito universo político venezolano. No deja de ser sorprendente y atractivo para un perspicaz analista político como Schamis, habituado a comprender procesos sociopolíticos sujetos a cierta lógica y un mínimo ordenamiento categorial,  asomarse al extravagante decurso de un proceso absolutamente ajeno a todo logos, a toda racionalidad discursiva, a toda tradición y, por eso mismo, inédito en el escenario mundial. Una “revolución” sin parangón con ninguna otra revolución socialista conocida, de cuya tradición se reclama, y de tal manera extravagante, inescrupulosa y desenfada, que se arrastra por los laberintos dictatoriales dejando ver sus vísceras sin pudor alguno. Que yo sepa, es la primera revolución contrarrevolucionaria de la historia. Que se propone regresar al más remoto pasado en nombre del más remoto futuro. Haciendo de la corrupción y la mentira sus principales instrumentos de dominación.

Pues estamos ante la resurgencia del más oscuro corazón de nuestras tinieblas. Ante la cual no cabría otro comentario que aquel que expresara al morir Kurz, el siniestro personaje en las sombras de esa extraordinaria novela de Joseph Conrad: ¡El horror! ¡El horror! Si bien en este horror aún no se registran casos de canibalismo, ya se observa a miles de venezolanos hambrientos rastrojeando en los basurales y peleándose por trozos de perros muertos para poder sobrevivir. El único zoológico de Caracas ve mermar sus ejemplares en aras de alimentar a sus hambreados asaltantes. Mientras las pandillas narcotraficantes y narcoterroristas que controlan al país, en concubinato con sus fuerzas armadas, bajo el control y la dirección del gobierno cubano, verdadero dueño del país, se enriquecen más allá de toda imaginable medida. No es el rey Leopoldo de Bélgica el amo de este congoleño corazón de las tinieblas: fue Hugo Chávez y Fidel Castro, en el pasado y hoy lo son Raúl, su hermano y Nicolás Maduro, su agente. Así se niegue, según señalan los medios internacionales, a seguir el consejo de monseñor Parolin, jefe de la cancillería vaticana, que pareciera querer instarlo a retirarse de Venezuela y permitir la transición hacia su democracia. Según esos medios, Raúl Castro alegaría la cerril oposición de los sectores más radicales y obtusos del Partido Comunista cubano. ¡Como si ellos no fueran tan esclavos suyos como lo son Nicolás Maduro y sus esbirros!

             Le asiste absoluta razón a Héctor Schamis al culpar a la MUD, epitome de la oposición venezolana,  de practicar la claudicación como práctica política sistemática. Y demostrarlo enumerando las veces en las que ella incurriera expresamente en dicha perversa práctica. Vale decir: someterse sin mayores objeciones ni impedimentos a las presiones y a las tentaciones de poder con las que la mangonea la dictadura. Así lo traten de enmascarar los dirigentes de sus partidos, acompañados de sus doctores, asesores y comunicadores. Inconscientes de la inmensa gravedad del asalto o cómplices indirectos, por acción u omisión, del asalto mismo. Lo que resulta patético y lamentable dada la obviedad de la falsía de tales tentaciones y la crudeza sin límites de sus presiones. Así como las graves consecuencias  de tales claudicaciones. Es más: comprobado, además, la inutilidad de tales tentaciones cuando aparentemente se obtienen los frutos y se los pone ante la comprobada incapacidad de los triunfadores para hacer con el poder conquistado aquello para lo que fueran delegados por aclamación, como sucediera con la extraordinaria conquista de la mayoría calificada de la Asamblea Nacional, tirada al basurero de bravuconadas, bravatas y gesticulaciones inútiles. Enumera los ya innumerables casos que lo demuestran. Y lo que constituye más que un acto de claudicación, un acto de traición al pueblo venezolano reiterado cada vez que la fuerza de la resistencia callejera llevara al régimen al borde del abismo, para salvarlo a la hora de la campanada. ¿Estupidez o infamia? No tengo la respuesta.

Esta claudicación continua y sistemática no tiene parangón en nuestra historia. Sin dichas claudicaciones, el régimen hubiera llegado a su fin y la democracia se hubiera reinstaurado en Venezuela desde hace por lo menos tres años, cuando al cabo de la insurrección estudiantil puesta en marcha por Leopoldo López, poniéndose de espaldas a los acuerdos de esa misma MUD en febrero de 2014, Nicolás Maduro se viera en la obligación de mandar a los estados andinos tropas de auxilio de sus fuerzas armadas, urgiera el auxilio del narco presidente Ernesto Samper al frente de la UNASUR y clamara por el socorro de todas las cancillerías latinoamericanas para sacarlo del apuro. Ante cuya desesperación, en vez de terminar por darle el puntillazo en ese momento postrero,  corrieran en su auxilio Henry Ramos, Julio Borges, Manuel Rosales y Henry Falcón,  lanzándole el salvavidas auto mutilador del llamado diálogo. Al que el régimen respondiera con el enjuiciamiento y condena de Leopoldo López, el encarcelamiento de Antonio Ledezma, de Daniel Ceballos y centenas de jóvenes insurrectos. Imposible caso más ejemplarizante del fracaso de intentar dialogar con un régimen dictatorial. Vale decir: del inequívoco resultado de la claudicación. Cabe la pregunta: ¿una claudicación involuntaria o consentida, buscada expresamente o resultado de la ignorancia y la inexperiencia del llamado liderazgo? Como parecen ser sistemáticas, cabe imaginar que son parte de la política de la MUD: impedir la rebelión y apostar todos sus fuegos a una salida consensuada del más puro estilo lampedusiano: cambiar todo para que no cambie nada. El monstruo de dos espaldas de la cuarta y la quinta, magistralmente representadas por el socialdemócrata Zapatero.

A pesar de la disposición en contrario de la llamada Mesa de Unidad Democrática, esa condena y esos encarcelamientos, en lugar de terminar por acallar la rebelión, la potenciaron. Gracias, en gran medida, a la porfía contestataria de nuestros dos presos políticos emblemáticos, a la lealtad de sus seguidores, a la solidaridad de los factores verdaderamente opositores, con o sin partido, a la visión de futuro de una sociedad que además de exigir sin medias tintas el desalojo del régimen dictatorial ha asomado su deseo de construir una nueva Venezuela, auténticamente liberal, moderna y democrática y a los brutales hechos: una crisis humanitaria sin precedentes en América Latina, un volcánico descontento popular que terminó por unir a todas las clases y sectores sociales en un magma insurreccional como nunca antes visto en nuestro país, a la solidaridad internacional prácticamente unánime de todas las democracias del mundo. Al comportamiento extraordinario del Secretario General de la OEA, Luis Almagro. A la ejemplar venezolanidad de nuestra Iglesia Católica, al coraje y la lucidez de nuestros obispos y cardenales. Jamás Venezuela estuvo más cerca de hacer tierra arrasada con la dictadura ya abiertamente castrocomunista de Nicolás Maduro, sacudirse las taras y lacras del presente y del pasado y abrirse a la construcción de la gran Venezuela del futuro con la que la inmensa mayoría de sus ciudadanos soñamos. Un 85% de nuestra ciudadanía, según todas las encuestas.

Algún día se escribirá la historia de esos últimos cien días que conmovieron al mundo. Abarcan los meses de abril, mayo y junio últimos, saldados con 144 asesinatos de jóvenes mártires – en su inmensa mayoría jóvenes de entre 14 y 22 años, de origen humilde y muchos de ellos hijos únicos de familias proletarias decididos a dar sus vidas en aras de ese futuro anhelado,  miles de heridos y miles de presos políticos. Ante la indignación de una comunidad internacional resuelta, como lo señalara el presidente de los Estados Unidos, a emplear todos los medios disponibles y necesarios para ponerle fin a la que bien podría ser llamada “la tragedia venezolana”.

Conozco casos estremecedores que testimonian de la decisión de combate de los venezolanos de los más distintos estratos sociales. Médicos y paramédicos de clínicas caraqueñas que dejaron sus consultorios y salieron a las calles de sus alrededores para sumarse a la lucha generalizada en una decisión insurgente desconocida para todos ellos. Enfrentándose a las bandas de desalmados motorizados y armados hasta los dientes con los que la dictadura intentó controlar lo que ya se veía como inevitable: una masiva y general insurrección popular infinitamente más vasta y profunda que la del 23 de enero de 1958, sin el asomo de un solo uniforme: la sociedad civil parecía decidida a asumir los destinos del futuro en sus manos y avanzar hasta derribar los muros de la tiranía.

¿Qué sucedió para que ese magma volcánico se detuviera en seco, las masas insurrectas volvieran al aislamiento de sus hogares y los prolegómenos de esta auténtica revolución democrática se empacharan en el asombro, la parálisis y el silencio? ¿Qué hecho desconcertante y ominoso pero de un brutal efecto demostrativo pudo frenar el ímpetu revolucionario de los venezolanos, fracturar el más doloroso, sangriento y sacrificado esfuerzo en vidas y permitir la sobrevivencia de la dictadura cuando sus cabezas parecían rodar por los suelos? ¿Cuál fue esa última claudicación, al parecer definitiva, de quienes teniendo en su poder el desalojo del régimen terminaron por asegurarle su sobrevivencia y ahogar las fuerzas de la insurgencia?

Es demasiado temprano para contar la historia de estas claudicaciones, coronadas por la gran claudicación culminada con el sorpresivo desenlace del 9 de julio de este sangriento 2017. Cuando los largos, sistemáticos y denodados esfuerzos del agente de los Castro, el socialista español José Luis Rodríguez Zapateros, visitando al prisionero de Ramo Verde lograra finalmente el éxito de sus esfuerzos, cuyos objetivos jamás ocultara: impedir el desalojo e imponer la estrategia castrista de mantener en el poder a Nicolás Maduro. De cuyos servicios a la tiranía cubana una afirmación de Fidel Castro puesta de titular en el órgano impreso del régimen Granma al comienzo de su mandato dejara impresa constancia: “Nicolás Maduro es nuestro hombre en Caracas”. Quebrarle las piernas a toda resistencia, llevar a la llamada oposición por los oscuros callejones electorales de la dictadura y montar desde ahora mismo, como una zanahoria atada al burro de la vieja leyenda, las elecciones presidenciales para diciembre de 2018.

No es la primera ni será la última vez que una dirigencia política inconsciente traicione deliberadamente a un pueblo indignado y resuelto a emanciparse. Cumpliéndose una vez más el famoso apotegma del alemán Carlos Marx, según el cual la historia repite sus tragedias, pero como farsas. Así se refirió el gran intelectual alemán Sebastian Haffner a la traición de los políticos al pueblo alemán en enero de 1933: “Claro que tuvo que ocurrir algo más para que este mecanismo fuese perfecto: la traición cobarde de los dirigentes de todos los partidos y organizaciones en quienes confió el cincuenta y seis por ciento de los alemanes que votó en contra de los nazis el 5 de marzo de 1933…Sólo esta traición puede explicar de una vez por todas el hecho, a primera vista inexplicable, que una gran nación, que al fin y al cabo no sólo está compuesta de cobardes, cayese en semejante vergüenza sin oponer ninguna resistencia. La traición fue total, generalizada y sin excepciones, desde la izquierda hasta la derecha.”[1]

[1] Historia de un alemán, Sebastian Haffner, Págs. 138-139. Ediciones destinos, 2001, Madrid, España.

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