Desde que Antonio fue secuestrado el pasado 19 de febrero de 2015, inicié un recorrido por todo el mundo para dar a conocer la situación que se sufre dentro de Venezuela. No me limité únicamente -tal como me lo sugirió mi esposo- a dar detalles de su injusta prisión, sino que le daba prelación a la narrativa que incluía a todos los perseguidos, dentro y fuera de mi país, que son esos millones de exiliados a los que quiero dedicar este escrito. He podido constatar cómo sufren familias desmigajadas porque se han separado, dejando en la tierra donde nacieron, a sus abuelos, sus padres y hasta sus hijos, o al revés, según sea cada cuadro en particular.
Ese dolor es inconmensurable. Son millones de mujeres y hombres que salieron de la tierra amada, con el corazón desgarrado, sabiendo que se enfrentaban a una vida desconocida, donde debían encarar retos insospechados, porque bien se sabe que nosotros no tenemos esa tradición de inmigrantes, porque más bien fuimos puerta abierta para recibir a legiones de extranjeros, provenientes de todos los confines del planeta, que fueron bien acogidos bajo el cielo patrio.
En cada una de mis visitas de trabajo a ciudades de Estados Unidos, Suramérica, Centroamérica o de Europa, me he podido reencontrar con venezolanos que, nada más de vernos con la bandera tricolor, nos abrazan y se van en llanto compartido, evocando ese gran país que tenemos y que hoy está sumido en la pobreza, de la que huyen para no ser víctimas de secuestros, atracos o de una muerte segura. Se trata de un país inmensamente rico donde no hay acceso a servicios con calidad en la educación o la salud, donde los empleos son cada día más precarios y las oportunidades de progresar se esfuman en la cara de miles de jóvenes que salen sollozando al cruzar la frontera, sintiendo que su futuro en Venezuela está reducido a ser un menesteroso de una falsa revolución que lo quiere achatar como una lata pisoteada por un caudillo.
Los exiliados escapan de la terrible escasez de alimentos que deja muertos en los hospitales y que ha aumentado en 260%, la desnutrición que para agosto de este año trepó la alarmante cifra de 15%. Los exiliados no salen a “pasear”, simplemente tienen miedo de ser contados en ese 91,8% de muertes violentas por cada cien mil habitantes, que nos coloca como un país que registra muertes letales 3,6 veces mayor que las de Colombia y Brasil. Por eso no me limito a hablar de los 487 presos políticos que continúan privados de su sagrada libertad, porque afuera de esa Venezuela encarnecida, hay millones de compatriotas, ganándose la vida con sacrificios; periodistas, ingenieros, médicos, educadores, abogados, artistas, estudiantes, obreros, técnicos, como los integrantes de la gran familia de la Gente del Petróleo, que a veces no tienen ni para comer. Sépanlo, porque esa es la triste y dolorosa verdad. A esos venezolanos que arriesgaron sus vidas luchando y que hoy sufren del destierro, vayan estas palabras de aliento y admiración, porque sabemos cuánto padecen añorando a esa tierra que nos parió. Sé que no se arrepienten de sus esfuerzos y sacrificios, como me lo decían Oscar Pérez y Carlos Ortega en Lima, después de haber asistido a un encuentro con el Presidente Pedro Pablo Kuczynski.
Pero sé, también, que este sacrificio no será en vano, que lo que hoy están desarrollando los exiliados en todos los confines del planeta, ya sea trabajando en una empresa petrolera, o una estación de televisión, o en un auto-lavado, o en una fábrica de calzados, o en una universidad, en un restaurante o donde sea, es una suerte de “Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho Autofinanciado”. Porque esos venezolanos exiliados están aprendiendo, están asimilando nuevos conocimientos, inéditos hábitos, capacidades para esforzarse, y una vez que regresen, serán los protagonistas del gran rescate de Venezuela con sus experiencias adquiridas. Esos exiliados que no nos han olvidado, porque cada vez que se les pide que voten, lo hacen, aunque les pongan el centro de votación a más de 2 mil kilómetros de distancia, esos que participaron en el plebiscito del pasado 16 de julio, esos que no se rinden y que tienen legítimo derecho a opinar de todo cuanto sucede dentro del país que les duele en el alma, harán con nosotros la alquimia maravillosa para levantar esta gran nación, lavándole el rostro a nuestro gentilicio, devolviéndole la pulcritud a nuestros símbolos y rehaciendo con trabajo creador la Venezuela que nos merecemos todos.