Constructores
por
Mariano Nava Contreras
Twitter: @MarianoNava
¿Qué impulsa a algunos hombres a quedarse para reconstruir un país, a levantarlo de nuevo de entre sus ruinas? ¿Y qué impulsa a otros a salir desesperados huyendo de tanta destrucción y tratar de construir en terreno más propicio un edificio seguro para sus vidas? ¿Es una opción más legítima que otra? ¿Quién acaso tiene la autoridad para condenar el comportamiento de unos y ensalzar el de otros? ¿Quién posee la medida de lo que a cada uno le es lícito soportar o no? Son preguntas que me hago últimamente y no hace mucha falta explicar por qué.
Hace exactamente doscientos años, en febrero de 1818 cuando nació Cecilio Acosta, Venezuela se hallaba en plena guerra de Independencia, según los historiadores la más cruenta y destructora de todas las que se libraron en América. Hacía seis años además que el país había sido destruido por un violento terremoto que dejó a las principales ciudades convertidas en ruinas. Después cayó la Primera República y la mayor parte de Venezuela fue víctima del encono de Monteverde, Boves y Morillo, si bien la destrucción causada por las tropas republicanas no fue menor. Dos años después del terremoto, Caracas fue nuevamente saqueada y destruida hasta los cimientos por las tropas de Boves, haciendo que sus habitantes huyeran despavoridos hacia Oriente. Mientras transcurrían los primeros meses de vida del pequeño Cecilio, Morillo se encontraba haciendo la guerra contra Páez y Bolívar por el llano, destruyendo pueblos y sembradíos. Dos años y medio antes el mismo Bolívar, en la Carta de Jamaica, hablaba de la “devastación”, la “absoluta indigencia” y la “soledad espantosa” de la “heroica y desdichada Venezuela”. No hará falta un gran esfuerzo para imaginar el estado de ruina en que se encontraba el país.
Cecilio Acosta fue un niño muy pobre, como casi todos los de su época. En realidad nunca dejó de serlo, cuentan sus biógrafos. Huérfano de padre a los diez años, su madre hizo todo para dar la mejor educación a él y a su hermano Pablo. Su primer preceptor fue el Pbro. Mariano Fernández Fortique, párroco de San Diego de los Altos, quien lo bautizó y le enseñó primeras letras y catecismo. Él será quien años más tarde recomiende a doña Margarita, su madre, trasladarse a Caracas. Es así que Fernández Fortique dirige los pasos de Cecilio hacia el Seminario Tridentino con apenas once años. Allí permanece hasta 1840, cuando abandona la vida sacerdotal e ingresa en la Universidad Central, donde se gradúa de abogado en 1848. En 1839 ingresa en la Academia Militar de Matemáticas, fundada por Juan Manuel Cajigal, donde estudiará agrimensura, precisamente con libros prestados por el maestro Cajigal. Ese mismo año iniciará, también en la Universidad, estudios superiores de religión.
Sorprende la cantidad de lenguas que dominaba. Su amigo José Martí, que lo quiso y lo admiró, en un sentido texto publicado a su muerte dijo: “lee en latín a Leibitz, en alemán a Seesbohm, en inglés a Wheaton, en francés a Chevalier; a Carranza Amari en italiano, a Pinheiro Ferreira en portugués”. Pero su formación no consistía en estar a la última con autores rebuscados, sino más bien en consolidar una cultura universal afincada en sus más profundas raíces. Fue en el Seminario donde conoció el latín y la cultura clásica. Dice Martí que “la Antigüedad le enamoraba”. Será el Apóstol cubano quien nos cuente que Virgilio y Horacio le eran familiares, que “le deleitaba Propercio por elegante; huía de Séneca, por frío; le arrebataba y le henchía de entusiasmo Cicerón”. Nos cuenta también que “hablaba un latín puro, rico y agraciado”.
Sin embargo, su inmenso conocimiento no era adorno de vitrina ni cosmético para narcisistas, sino herramienta para la construcción del presente y del futuro. Prosador exquisito a la vez que vigoroso pensador, “estudió el pasado porque le interesaba el porvenir”, dice Sambrano Urdaneta. Su palestra natural fue, claro, la Universidad, pero también influyó en la cultura y la política a través de sus discursos y sus escritos de prensa. En “Las letras lo son todo” defiende la creatividad e infinita libertad de la literatura y las artes para deleitar y crear belleza. En “Cosas sabidas y cosas por saberse”, quizás el más trascendental de sus ensayos, esboza un ideario liberal y progresista para la educación en nuestros países hispanoamericanos. En sus “Reflexiones políticas y filosóficas sobre la historia de la sociedad” y en “Libertad de imprenta” muestra su impresionante cultura política y su sólido talante democrático y republicano. “Lo que supo, pasma” –dijo Martí. “Quería hacer la América próspera y no enteca; dueña de sus destinos, y no atada, como reo antiguo, a la cola de los caballos europeos”.
Como Bello, representó lo mejor de la cultura venezolana de una época. También como Bello, pudo aportar mucho más a Venezuela y no lo permitió la estupidez de la política. Fue sin embargo querido dentro y fuera del país, venerado por los jóvenes positivistas de entonces como Lisandro Alvarado o Gonzalo Picón Febres. Fue Miembro Correspondiente de la Real Academia Española y Socio Honorario de la Academia de Bellas Letras de Chile y de la Academia Colombiana de la Lengua, incluso llegó a presidir la Sociedad Filelénica de Italia. Pudo irse pero prefirió quedarse. No fue el único. Otros como él se quedaron también y ayudaron a construir lo que hoy somos, para bien o para mal.