UN CARNAVAL PARA EL MUNDO
por
Roger Vilain
Twitter: @rvilai
De entre las fascinaciones humanas el cuerpo ocupa los primeros puestos. Es sabido que lo desconocido, la misteriosa sensación de encontrarse al borde de experiencias límite, siempre llama la atención, seduce de manera impresionante, quizás porque la adrenalina marcha codo a codo con nuestros anhelos. Pero el cuerpo humano, albergue de pasiones, cuna de placeres y elemento productor de feromonas, no negará usted que es, y con cuánta razón, la Tierra de Gracia, el verdadero Paraíso por el que algunos, menos afortunados, sucumben, y otros terminan por elevarse, aún más allá de la carne.
Los carnavales de Río dan fe de lo anterior. El culto al desenfreno que los antiguos, tanto como los modernos, han vivido a tope, tiene en la catarsis el hilo conductor donde el jadeo, el sudor, la risa, el baile o unos muslos que se yerguen como dos columnas son el non plus ultra de un hacer erótico cuyo destino no es más que el cuerpo mismo.
Dicen los que saben que todo acontecimiento con ropajes de erotismo exige una fórmula maravillosa: desvestirse hasta cierto punto, insinuar más que mostrar. Una carroza en Río es una vitrina, perfecta pasarela que guarda el taconeo de mujeres border line, justo en la frontera donde un latido de más implica ataque fulminante al corazón. Cuando el éxtasis llega a cotas de arte, entonces irrumpen la gracia, las curvas, la piernas de infarto como deletreadas a lo Henry Miller. Una mulata en Río se transforma en oráculo, y otro, y otro, y otro va cayendo presa de sus profecías, aunque no se pronuncie una palabra.
De Copacabana al sambódromo dista la medida justa que separa a un trago de más y uno de menos. La mínima variante entre esos dos cielos se equipara con la pérdida total o la ganancia máxima, finalmente -ésta última- no otra cosa que el placer a punto, el placer carnal, el placer humano en su estricta animalidad. De placeres, pues, está hecho todo carnaval que se respete, y el de Río, diga usted si no, guarda el oleaje perfecto para todo surfista del hedonismo.
Como contraparte de la luminosidad apolínea, el Rey Baco viene por sus fueros. En cada uno de nosotros habita un doctor Jeckyll jactancioso de su verticalidad, pero con mister Hyde pisándole los talones, es decir, deshojándole la margarita a quienes prefieren la asepsia de un quirófano y las fiestas con karaokes, pulcras tarjetas de invitación, bajo techo y vigilados. Los carnavales de Río ponen una venda al ojo escrutador que nos ausculta desde lo más profundo de nuestro inconsciente, para bien o para mal, y de ahí los vidrios rotos al amanecer, de ahí la entrega por completo o la autolimitación y el equilibrio -nunca falta un aguafiestas, qué se le va a hacer-. En fin, que en la noche profunda de Dionisos usted verá lo que hace. Cada quien con su estricto cada cual.
Río es locura, colorido, misterios ancestrales, brillo que encandila a la medianoche a fuerza de samba, decibeles y bilis en la punta de la lengua, justo cuando llega a amanecer. Horror y fiesta en un abrazo que termina cuando el sol se pone enfrente, al calor de la resaca, de las emociones y de los cuerpos fundidos.