EL GRAMÁTICO

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

Hay quienes pierden la capacidad de asombro, mala cosa. Si abres bien los ojos te sorprenderás  a cada paso, lo que es mucho decir en tiempos de desencanto, postmodernidad y demás palabrejas rimbombantes.

Un profesor de la Facultad resulta vivo ejemplo de lo que digo. Es catedrático de Gramática Española, por lo que se pasa el día viviendo el lenguaje, según afirma, al punto de que su relación con nuestra parla llega a niveles inexplicables. Te darás cuenta en un momento. Mientras habla con alguien, el tipo mide a su interlocutor en estricto sentido académico, cosa aburrida hasta las narices, digo yo, pero que él goza como niño ante juguete nuevo. Si la gente no tiene puta idea de su pasmosa habilidad, peor para ella y mejor para él, porque el profesor vive el lenguaje, repito, y vivirlo implica degustarlo en mente, cuerpo y alma, lo que no es concha de ajo, como descubrirás en este instante.

Si tú, que eres una mujer guapa, pongamos por caso, dialogas con él en un café, en el supermercado o en los pasillos de la universidad, el gramático hace de las suyas desnudándote sin pudor, es decir, te quita las ropas lingüísticamente, te desabotona la blusa desde un pluscuamperfecto, te desliza la falda a partir de una esdrújula sin tilde o te remueve el bikini porque dijiste precioso con ese. El profesor sufre lo que a su manera le ocurrió al bueno del Quijano: de tanto darle a lo que más le gustaba terminó víctima de su quehacer favorito. El Quijote, loco por donde lo mires; el catedrático, preso en un corsé gramatical que para qué te cuento.

Llegó a construir una escala estructural en función de los errores ortográficos que pronuncias y el streep tease que te monta apenas comienzas a equivocarte. Escucha tus errores, los coge al vuelo mientras surfeas en vano oraciones y párrafos hasta que no tienes escapatoria: acabas en pelotas por acumulación de desaciertos. La oralidad hecha zona de caza, campo de batalla para atrapar meteduras de pata ortográficas. Menuda habilidad la de este personaje.

Si se te escapa un te, de mandarina o yerbabuena, qué demonios importa eso, y lo sueltas así, libre de acento según manda la RAE, júralo que bajará el cierre de tu pantalón. Si el error es de mayor monta  -pides una sopa del dia seguida de pan cacero y vejetales mixtos con aseitunas negras-  vas a quedarte sin esa linda minifalda roja que llevas a juego con la cartera. Y si continúas dándole con las patas al idioma, pues terminarás en meros cueros.

Una vez fui a su oficina a pedirle un libro que le había prestado y lo hallé embelesado. “Los senos de la morena que acababa de salir”, comentó, “es que no son para menos”. “Cómo te explico… esa mujer tiene las tetas inversamente proporcionales a haalcol, a bino tinto chileno, a dextresas inteleptuales para desembolberse en la vida”. No entendí un pepino, me encogí de hombros y salí.

Pero hoy lo afirmo sin que me tiemble un pelo: el gramático terminó siendo maestro de la desnudez. Si otros lo han sido porque trabajaron como ángeles (ahí está  Goya y su divina Maja, ahí tienes a Herman Puig fotografiando cuerpos femeninos como Dios los trajo al mundo), el gramático se transformó en virtuoso de muslos perfectos al son del dequeísmo o curador de primera línea en el museo lingüístico del erotismo, todo gracias a la sinrazón morfosintáctica, ortográfica y demás especies de la desabrida academia en cualquiera de sus manifestaciones. Semejante profesor, que escucha como si nada aberraciones de la ortografía, logró levantar templos de sensualidad sustentados en María o en Laura y sus disparates idiomáticos. Quién lo hubiera dicho, se cuenta y no se cree. Es que te juro algo: yo jamás lo hubiera sospechado.

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