AFÁN DE COMPRENSIÓN
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
La gente busca por todos los medios comprender. Desde las matemáticas a la pareja, o el sentido que quiso darle fulano de tal a sus escritos, comprender ha sido el motor que mueve a esta cosa que llamamos mundo.
Pues no. Comprender es el punto final de una aventura que, de no contar con semejante acabóse, crece y crece y se expande como un gas o, para darles un ejemplo literario, llega hasta las nubes de forma parecida al árbol de habichuelas en aquel cuento de la infancia. Al diablo toda comprensión y al fuego cuanta exégesis guindada de los pelos merodee a un palmo de mi caja craneana. De hermeneutas y maniáticos está lleno el patio pero qué va, conmigo no cuenten. He comprobado que el horizonte se hace mucho más infinito cuando la falta de entendimiento lo horada sin orden ni medida, hasta que la vista alcanza, jadea, se aplasta contra la nada.
Cierta vez me dio por intentar comprender a diario. Comprender ecuaciones diferenciales, comprender la relojería del cerebro femenino, comprender el misterio de la Santísima Trinidad, comprenderme a mí mismo. En fin. No hay que decir lo rudo que pintó el paisaje, la nula claridad que logré obtener luego de semejante atrevimiento. Comprender, linterna en mano como si fuésemos Diógenes actuales equivale a perdición tan completa, tan segura, que sólo tienes que salir a la calle para comprobarlo. ¿Qué comprendes tú? ¿Qué comprende él? ¿Qué comprendemos todos? ¿Qué comprendes, Méndez?
Cuando mis estudiantes confiesan que no pudieron comprender a Epicteto, que les resultó imposible entrarle a Kant, que ni en cinco vidas lograrían hincarle el diente al Tractatus Logico Philosophicus, les doy una palmadita en el hombro y los convido a unas cervezas. No lo vas a creer, pero toda comprensión es inversamente proporcional al ánimo de entendimiento absoluto, elevado al cubo, de quienes buscan conocer a cualquier precio. No sé si me entiendas -ni falta que hace-, pero a tal conclusión llegué después de muchas lunas. Tampoco me pidas que lo explique -no serviría de nada-, porque habrás notado ya que el cerebro poco tiene que ver con el asunto. Y así.
Cuando medio mundo se rebana los sesos en procura de agudizar el intelecto y machacar los secretos de cuanto le haga fruncir el ceño, yo enciendo mi tabaco y sonrío feliz. El otro día se lo confesaba a un primo, semanas después a un amigo íntimo, y fíjate que ambos reaccionaron con displicencia, tosieron, cambiaron rápidamente el tema y, en nobles gestos de comprensión hacia mí, terminaron por disimular su desacuerdo, su lástima, su preocupación por cómo yo, antaño racional, calculador, planchado, almidonado y cartesiano hasta los huesos, derivé en esto que no tiene pie ni mucho menos cabeza. Es que para comprender, como diría Kafka, hay que irse lejos para seguir aquí.
Eso: pie y cabeza. Desde que me convencí de lo evidente -pie y cabeza dependen de variables demasiado escurridizas-, soy un hombre que por fin halló la luz. Entonces duermo como oso, pienso como me salga de la entrepierna y gozo más del sexo y los atardeceres. Quién lo hubiera dicho a estas alturas. Quién lo hubiera imaginado.