LA COSTUMBRE DE VIVIR

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Les he contado muchas veces que me gusta sentarme en los cafés a ver pasar la vida. Ver pasar la vida supone leer a placer, escribir lo que venga a cuento o simplemente mirar, contemplar sentado, tabaco encendido, taza de macciato a un lado, mientras la gente y lo que te rodea cocina a fuego lento ese teatro que llamamos vida.

Un joven entra y se presenta. Lleva una guitarra y un morral a cuestas. Su rostro destila lo que todos somos capaces de expresar si atravesamos las calles por la libre, a nuestro fuero, con la nostalgia encima o la alegría inesquivable porque vendrán tiempos mejores. Entonces, de un bolsillo saca un papel doblado en cuatro y lee un poema, de su autoría según nos dice, para rematar con canciones de Yordano, Juanes y Sabina.

Doy una chupada y observo. Joven, sí, igual que miles que trasiegan la geografía universal con la idea de tomar el cielo por asalto. Y pensar -me digo- que cierta izquierda latinoamericana llegó a inspirar algo parecido: echar abajo las puertas del Paraíso, fusil en mano y sueños en ristre, acabando después volada en pedazos, absurda, sin pantalones frente a caudillos y delirios cuyos flatos Maduro, Ortega o Morales ofrecen respirar hoy.

Tiene talento. Canta, toca la guitarra con destreza, se ve que domina lo que hace. Se llama Enrique y viene de Venezuela. Sonríe con sinceridad, es espontáneo, lo que ayuda sin dudas a que poco a poco la terraza se fije en él, preste atención, le obsequie aplausos y propinas. Cuenta, entre canción y canción, cómo fue que llegó al lugar donde nos encontramos, cómo era la vida que dejó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Habla desde la melancolía, desde la esperanza, desde el recuerdo de su casa, de sus padres, de sus amigos, de su loro Lucio -a quien confiesa haber empezado a alimentar cuando aún no tenía plumas-, y de su abuelo Abdel, muerto días atrás de mengua, de hambre, de la imposibilidad de mínima atención.

A pesar de los pesares creo que este muchacho vive, crece, me da por suponer que cuando los criminales estén pudriéndose en la cárcel y Enrique se mire de frente en los espejos, aparecerá un hombre distinto, de una fibra mejor lograda, más asentado en su visión del mundo  y en el cómo y por qué un país llamado Venezuela se catapultó a insospechados niveles de abyección.  Un hombre con las manos más hechas  y el aprendizaje más metido entre las uñas.

En un momento de silencio, cuando termina su última canción, noto que se dirige a una mesa. Veo a una chica también joven, vislumbrando quizás otras ventanas y otros amaneceres. Él se planta ante ella, le extiende la mano y, siempre sonriendo, le obsequia el poema que leyó minutos antes. Ella también sonríe y en una fracción de segundo -mira la rapidez de este cabroncete-  toma asiento, deja la guitarra a un lado y conversan vaya uno a saber sobre cuáles reinos, mares o unicornios. Lo que soy yo, alzo mi taza y brindo por ellos, por su posible historia, que ojalá sea hermosa y cargada de romance y de aventuras, mientras enciendo otro tabaco para seguir leyendo a Kundera.

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