LABERINTO
por
Karina Orellana
Twitter: @SKarinaOrellana
―Estimados pasajeros, la próxima, al fin, es la curva números 365, apenas la crucemos, encontrarán ante sus ojos un maravilloso regalo de la naturaleza. Me atrevo a decir, que algo en sus vidas va a cambiar―terminó esta frase con la misma sonrisa que comenzó el tour 3 horas atrás y que no la abandonó en todo el viaje.
No era fácil adivinarle la edad, el paso del tiempo se notaba en su mirada calma y profunda, como en los divertidos colores de su ropa que evocaban otra época.
No le causaba asombro la heterogeneidad del grupo. Habiendo acompañado a tantos, pudo comprobar que éste era un lugar de atractivo incomparable para todo tipo persona.
En la luneta trasera del minibús se descubría la imagen de una montaña atravesada por un camino serpenteante y una leyenda que rezaba: “Atrévete al vértigo de atravesar 365 curvas y descubre el laberinto de la felicidad. No lo intentes. ¡Hazlo!”
Sor Beatriz posó su mano sobre la de Mónica María, la novicia se aferraba con fuerza a los apoyabrazos tratando de detener la ruleta que giraba desesperada en su estómago llevando hacia su boca el sabor de la cena.
―Ya llegamos hermana, una buena bocanada de aire fresco te acomodará las tripas y vamos a ver si logramos abrazar a nuestro Señor Jesucristo y lavar con las lágrimas del arrepentimiento sus sacratísimas llagas.
El vehículo se detuvo frente a un paraíso de coníferas con el follaje de un color que variaba del verde al azulado. El aroma del lugar era necesariamente puro, parecía tener el poder de invadir los rincones de la intimidad de cada uno de los presentes, todos se sentían oliendo a edén.
Una cadena imponente de montañas enmarcaba la enorme mesa en las alturas y un cielo infinito atravesado por potentes rayos de sol que la pintaba de luces. En algún lugar, no muy lejano, junto a la perfecta calma y belleza, descansaba la felicidad.
Oscar Ramos, estudioso del derecho constitucional, abrazó a su esposa por la cintura, regocijándose al estrechar su pequeño contorno y observar el exuberante escote Camila. No pudo evitar pensar en el importe del cheque que dejó sobre el escritorio del cirujano plástico a cambio del pulposo contenido del soutién de su señora. Todo sea por verla sonreír.
Arrastrando la voluntad junto a los pies los seguía su única hija, Astrid, llevaba perdidas las manos dentro de un sweater negro dos o tres tallas más grandes, cubriendo hasta unos centímetros arriba de las rodillas un jean gastado y con una cantidad tal de tajos que hacía temer que en cualquier momento la jovencita sufriera hipotermia. En sus breves años había comido tantas dietas como helados y chocolates. Para luego vomitárselos en las manos junto a su vacío y una infinita pena.
Águeda tomó una vez más la palabra.
―Mis queridos, hemos llegado a destino. Sé que van a encontrar acá el sentido de lo que están buscando, la solución a sus problemas profundos, la respuesta al deseo íntimo de su corazón. Quizás sea una gran sorpresa y se encuentren con lo no imaginado o tal vez con emoción puedan abrazar eso tan anhelado. Es posible que sea la única vez que se encuentren frente a eso en su vida. Solo tienen que tomarlo y con orgullo traerlo, aunque les genere temor. Me comprometo a hacer lugar en el minibús para que cada uno lleve su felicidad a casa. Solo es una decisión.
Esther, en una mano sostenía el pañuelito que jamás la abandonaba, el que cumplía el sacrificio de absorber cada gota del constante sudor que brotaba sin tregua de sus palmas. Con la otra mano estrujaba nerviosa la correa de Gabo. El can la miró con ojos nobles y acomodó como siempre su hocico tibio sobre los pies de su ama. Como si supiera que era la única experiencia de ternura exclusiva, dueña de una añeja soledad.
Astrid con decisión dejó a sus padres que se proferían mimos adolescentes, mascullando junto a ellos con algo de desprecio y otro poco de crueldad un
―Patéticos…
Se dirige al laberinto con prisa, más por evitarlos que por motivación. No tarda en dar un par de vueltas, perder con rapidez la orientación y encontrar frente a ella un precioso dedo índice. Esbelto, suave, su uña perfectamente estética y prolija. No puede evitar abrazarlo, acariciarlo con cuidado y besar al tiempo que penetraba sus labios y se pierde profundo en su garganta dándole arcadas, quitando sus excesos, conquistando la libertad de poner su cuerpo en ese camino tan cercano a la perfección.
Ve al gran índice dentro del ojo de su prima Felicitas, angelical, delgada como una espiga, complaciendo a todos, literalmente detestable.
Disfruta el dedo inquisidor, señalando despiadado a su madre y a su padre, los rostros dolientes y culposos prontos a cobijarla con una manta de sabrosos billetes, dispuestos a ofrecer su “sí”, en vez de problemas.
Comienza a recorrer su cuerpo hasta encontrar el camino escondido cubierto de tibieza y humedad, con solo frotar espacios conocidos le roba sabrosos gemidos, el impúdico y celebrado juego del placer.
Mónica María pasando una a una las cuentas de su rosario camina por el laberinto buscando en su Dios la certeza de la vocación. Se encuentra con una imagen imponente, especie de holograma. Abrazando su guitarra canta sor Inés, esas mejillas siempre ardiendo, mezcla de pudor y pasiones, una ternura que jamás había experimentado en otra mirada. Era ella, la experiencia más fuerte de amor del convento y de todo su mundo, el sentido mismo de la vida en la sabiduría de cada palabras, el vértigo palpitando en sus labios, esas extrañas emociones que le recorrían el cuerpo cuando se abrazaban y trataba de olvidar en interminables horas de rodillas implorando pureza, fortaleciendo su espíritu con oraciones, mortificando la carne con penitencias.
Oscar Ramos sin disfrutar del tiempo, camina con apuro por esos pasillos altos y verdes de paredes sólidas de follaje. Piensa en su esposa, en su belleza, su juventud que lo obsesiona a niveles de hacer lo que jamás imaginó para retenerla a su lado. Como embarcarse en este viaje absurdo a una quimera ridícula, como si la felicidad estuviera a la vuelta de una esquina o de las curvas que pueden tener los días de un año.
Algo lo perturba, las hojas de los ligustros van mutando la forma y el tono de su verde. Se convierten en tupidas ramas cubiertas de billetes nuevos, preciosos, perfectos. ¡Cómo no apoderarse de ellos! Tiembla, transpira ante la emoción de la cantidad, mira desesperado hacia ambos lados, con temor a que le hayan tendido una trampa.
―¡Por Dios esto es el mismo paraíso!― grita eufórico y se lanza sobre el colchón de billetes entrando en un delirio que lo hace olvidar, tiempo, lugar, y todos aquellos postulados que sostienen la rigidez de “su deber ser”.
Esther entra apurada, corriendo tras el ladrido de Gabo, pensando si es infantil creer que en algún rincón de esa culebra verde gigante habrá algún dato de su hombre, aquel que recuerda casi adolescente sin tener en cuenta que hace más de 30 años se esfumó mientras ella se metía ingenua e ilusionada en su vestido de novia. Un dato, una señal, algo que le devuelva el deseo de vivir y no de padecer, que le recuerde cuál es el movimiento que deben hacer sus músculos para intentar una sonrisa, algo que entibie su piel, que emocione su opaca vida.
De repente un pinchazo y otro y otro más en los brazos, por sus piernas, rasguños, hilos de sangre y el camino es un túnel de espinas, enredadas, hirientes, punzantes como agujas. No puede evitar la tentación, asienta sus manos, las aprieta, deja que rasguen su piel, que la abran, en vez de gritar de dolor respira profundo y permite que corra por su cuerpo esa experiencia que es la que sigue eligiendo. La de su más fiel compañía, la que de un modo u otro la hace vibrar. Cierra fuerte su mano, un punzón profundo una vez más: bienvenido dolor.
Camila contornea sus caderas pensando en la cantidad de agua que tomó en lo que va del día, con cuidado termina de cubrir su rostro con pantalla solar para evitar cualquier mancha que pudiera corromper su perfección. Se detiene con asombro y observa a la mujer que con arrogancia está frente a ella. Admira el contorno de su cuerpo, es una figura deliciosa, toda sensualidad, el modo en que separa los labios, los marcados huesos de sus hombros, el cabello que cae con peso y gracia, la línea del cuello como de un cisne, el abdomen plano encajado en curvas perfectas. Todo detalle es cuidado, sin acercarse puede adivinarle el olor de la piel. Se nubla la idea del amor oculto, de las más viscerales pasiones que le trajeron hasta acá. Sin poder manejar su impulso no puede evitar acariciar, besar la frágil beldad que la enfrenta. Algo frío la detiene, repite la caricia una y otra vez, en medio del desconsuelo se vuelven el centro mismo de la angustia. Está acariciando un espejo…
Sor Beatriz es la última en entrar, lo hace solo para colaborar con la hermana Mónica María, ella no necesita la revelación de alguna verdad oculta. Su vida solo gira en torno a una Verdad divina, a la coherencia de sus actos que la llevan hacia la eternidad, al momento que dé sentido a cada sacrificio y renuncia, cuando esté cara a cara con su amado, el dulcísimo Jesús.
No es una mujer de dudas ni debilidades. Cae de rodillas al tropezar con una piedra, le sirve de apoyo para levantarse un sillón, de madera sólida, alto, estilo Luis XV, la belleza radica en su sobriedad y la historia de los nombres que se instalaron en él. Nombres que hoy son parte de una historia congregacional y de la sagrada línea del tiempo de la Iglesia Católica. Frente a ella, libre, desocupado, solo tiene que sentarse y estarán en sus manos las decisiones, los sí, los no, ante ella las miradas temerosas y sumisas, ante ella la adulación de los benditos obsecuentes, la gratitud, la veneración. ¿Existirá en el mundo un pecado más capital que el poder?
Águeda golpea sus manos e intenta alzar su suave voz
―Queridos míos la visita ha llegado a su fin. Debemos partir. No es posible asumir el camino de regreso sin la luz del día.
De pie junto a la puerta del minibús, una vez más observa regresar a sus pasajeros con las manos vacías, la cabeza baja, las sonrisas olvidadas, casi arrastran la desilusión al ritmo de sus pies. Una y otra vez se ha repetido esa imagen frustrada de personas que solo vuelven con el sabor agrio de su propia cobardía.
Águeda confirma, que estirar la mano para tomar lo que genuinamente se desea, puede ser una distancia que muchos jamás se animarán a recorrer.
El grupo se apura en subir, prefiere evitar comentarios sin levantar la mirada de su propio ombligo. Es un alivio ver que el sol comienza a dar tregua a tanto espacio de luz y elige atardecer.
Los delgados dedos de la mujercita cuentan a los pasajeros en sus asientos, se sobresaltan al descubrir la butaca vacía.
Desde el escalón del minibús grita con todas sus fuerzas
― ¡Ester es hora de irnos! ¡Ester! ¡Ester!
Casi al instante aparece por una de las salidas del laberinto la mujer despeinada y con su rostro desdibujado por la preocupación. Entre medio de sollozos le explica que ha perdido a su Gabo.
El grupo consternado comienza a llamar al animalito, conscientes de la hora y deseosos por volver.
Ante la mirada sorprendida de los presentes, el pequeño can sale del laberinto, con su pelo apelmazado y algo averiado, dando cuenta de haber presentado batalla. Con gran esfuerzo en medio de gruñidos de triunfo viene arrastrando un enorme y jugoso trozo de carne.
Águeda sonríe satisfecha al tiempo que se reconoce en voz baja
― Esta vez lo logré…