LA MUJER DEL CINE
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Me siento a escribir y viene a mi memoria una época en la que llegué a ser, con todas sus letras, un cinéfilo empedernido. Hablo de la adolescencia, entre los quince, dieciséis o diecisiete años.
Alguna vez fui a ver una película con Catherine Deneuve. La chica que recibía al público para acompañarlo a los asientos era idéntica a la actriz. Quedé pasmado. Después, a la semana siguiente, opté por una con Charlon Heston. No me lo creerás pero el señor de las cotufas, en plena antesala al patio de butacas, era el vivo retrato de Judá Ben-Hur, personificado por Heston, en la cinta de William Wyler. Y te juro que es verdad, quince días después vi por enésima vez Cinema Paradiso, de Giussepe Tornatore. Claro, adivinaste: el tipo que me vendió el boleto y Philippe Noiret, en el papel de Alfredo, eran dos gotas de agua.
Fue una época feliz donde cine y vida cotidiana se entremezclaban, se confundían de tal manera que a veces me costaba un mundo encontrar la línea divisoria entre uno y otra. Sentía que la calle, los bares, mi casa, la universidad, todo conformaba una telaraña de secuencias y de escenas, un plató de filmación al aire libre en el que a nuestro modo actuábamos, dirigíamos, besábamos a Marlene Dietrich, a Ava Gardner, a Rita Hayworth o a Judy Garland y hacíamos también de extras, de dobles, de tramoyistas, en fin.
En cierta ocasión caminaba por la acera y en el kiosko de la esquina Playboy, mítica revista de mis años juveniles, regalaba en su portada la figura alucinante de una mujer como salida de los más profundos sueños húmedos. Me acerqué, miré la foto con lascivia, se llamaba Uschie. Uschie Digart, para más señas, y recuerdo que presté atención a los pocos datos que sobre mi nueva musa se ofrecía en esa portada de infarto. Uschie era modelo -informaba-, era modelo y era actriz.
Jamás había oído hablar de ella. Yo, un asiduo del cine, un fanático mondo y lirondo, un espectador taladrado hasta más no poder por las historias de la sala oscura primero en la Upata de mi infancia y luego en la Mérida de mis años universitarios, nunca, nunca entre los nuncas me enteré de aquella diosa con piernazas para morirse y tetas reflejo de la más absoluta perfección. Entonces indagué, empecé a buscarla, hurgué por ahí con la clara intención de conocerla. Si había dado con Deneuve, con el mismo Heston así sin querer, por pura coincidencia para bien o para mal, imagínate lo que supondría hallar a semejante diva como objetivo clave, como punto de fuga de mi curiosidad cargada de lujuria.
Puse manos a la obra y se produjo una pesquisa digna de Sherlock Holmes en Vestida para matar, con el extraordinario Basil Rathbone. Como puñales clavé los ojos sobre la muchacha que recibía los tickets en la entrada de la sala, escruté con mirada de águila a señoras que esperaban turno en la cola frente a las vitrinas de los dulces, no aparté la vista de cuanta chica se levantó, en plena proyección, para ir al baño pero nada, Uschie se había transformado en un fantasma. Uschie encarnaba a esas alturas el erotismo oculto entre las páginas de una revista y la mujer que, si haces el esfuerzo necesario, aparece ante ti, literal y metafóricamente hablando, sin nada que esconder y bastante que mostrar. La actriz jugaba al gato y al ratón, huía a placer, hacía muecas desde el séptimo arte, era mi humillación hecha personaje cinematográfico.
Hasta que una tarde Shelock hizo de las suyas mientras, sentado en la mesa del café esperando a que sonara el timbre para ver a Joan Crawford en El mundo que baila, le pareció encontrarla. Dos mesas más allá fumaba un cigarrillo al más puro estilo Sharon Stone seduciendo a Michael Douglas -¡ah, Bajos instintos!- mientras apuraba un trago de gin tonic con suma lentitud. Llevaba un vestido diminuto y el escote le pareció la sucursal del Paraíso. Era ella, Uschie Digart a un palmo de sus deseos.
Apuró el café en medio de una avalancha de latidos y en cierto instante sus ojos coincidieron con los suyos. Sintió un golpe de electricidad recorriéndole la espalda. Se armó de valor y volvió a mirarla: ahí estaban otra vez sus ojazos oscuros, como si nada, como encarándolo desde un pedestal, como diciéndole mira tú, ¿qué diablos te ocurre?, ¿qué demonios pasa contigo? Sonó el timbre indicando el inicio de la función y entonces ella recogió su bolso y él la vio andar a paso de pantera, cual Venus moderna surgiendo de las masas en ese cine atestado. Se fue, se perdió en la oscuridad. Él se levantó, quiso seguirla para no perderla. Ya adentro buscó en medio de la gente, entre los asientos, en cada espacio semiiluminado de la sala y no, por ninguna parte dio con ella. Hasta hoy no ha vuelto a saber de su existencia.