ALLÁ EN EL FONDO LAS MIRADAS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Amanece y pienso en que de niño escuché decir muchas veces a mi madre que los ojos son el espejo del alma. Preparo el café, doy su perrarina a Percy y continúo pensando. Para la mayoría esta frase es buena a la hora de lanzar rocas contra la galería: sirve para perturbar un rato, como frase comodín, como retahíla interesante. A mí me perturbó, claro, y me hizo cosquillas en pleno centro de la curiosidad. Entonces tuve la ocurrencia de averiguar qué diablos había detrás -o encima o qué sé yo- de una mirada. Quise descifrar el entramado que seguramente habita en el misterio de unos ojos.
¿Cómo mira la gente y cómo miran las cosas? En mi habitación, en la sala de casa, en la calle o en la escuela terminé por aceptar que de cierta manera todo cuanto nos rodea lleva un poco de nosotros que penetra por los ojos. Mi madre entonces tendría razón y era necesario hacer el esfuerzo, es decir, llegar al alma a través del sentido de la vista. Menuda tarea concebí entre ceja y ceja.
Si la palabra obsesión cabe como marco definitorio ante semejante empresa, pues sí, fui un obseso al intentar pararme frente al fondo invisible de las cosas. Vaya palabreja hermosa: invisible. Lo invisible como evidencia práctica en función de la mirada que provee. Recuerdo la emoción que me embargó a los trece años cuando tuve un ejemplar de El Principito entre las manos. Que lo esencial fuese precisamente eso, invisible, invisible ante los ojos, resultó un mazazo de alegría, de corroboración y de reto que le dio unas palmaditas a la certeza que hacía tiempo había abrazado. Fue uno de los días más felices que recuerdo.
Dormía poco, comía menos, pensaba, soñaba, suponía un sin fin de asuntos que quizás albergaban las personas, los objetos, la vida en su explosión alrededor. Busqué la forma de saberme en los demás y por supuesto en lo demás. ¿Qué te dicen los ojos de esa chica antes de robarle un beso?, ¿qué te dicen después? Leí todo lo que hallé sobre Saint-Exupéry: reseñas de sus libros, interpretaciones de algunos exégetas que apenas comprendí, biografías, notas de viajes, pero nada, niet, ni la más mínima respuesta a lo que me arrancaba el sueño.
Mil veces me pregunté: el gato que deambula entre mis piernas por esta heladería, que va de mesa en mesa como el aviador, como el escritor francés en su aeroplano, ¿lleva algo en la mirada?, ¿cómo será el diálogo de pupilas que plantea? Mis amigos, los amigos de mis amigos, ¿qué cuentan desde sus ojos?, ¿qué historias guardan y quizás comparten si abres bien los tuyos? ¿Qué saben de ti, qué se dicen entre ellos, noche a noche, la lámpara, la mesa de luz, el libro de aventuras que descansa sobre ella y las cortinas de los ventanales? ¿Cómo te observan tus dedos luego de llevar a cuestas aquel bolígrafo azul? ¿Cuántas historias, aparte de las que escribes en su piel, guarda esa hoja en blanco frente a ti? ¿Cómo te reconoce con la vista el lápiz que está allá, echado sobre un libro abierto en tu escritorio? ¿Con qué óptica pasea por lo que eres tu mochila? ¿Qué impresión de lo que has sido tuvieron hace tanto esa cartera, ese taco de lego, aquella taza vacía?, ¿de qué modo invadiste sus retinas? ¿Llevará la Olivetti, regalo de tus padres, nostalgias tuyas a la vista? Y así como en ocasiones no pudiste conciliar el sueño viendo al techo, ¿hasta qué punto lo concilia él?, ¿qué dice de ti y de lo que implicas?
Mientras escribo vuelvo los ojos al pasado y encuentro los del muchacho que fui en aquellos días. Jamás acerté, nunca encontré, el tiempo pasó y me hice mayor. Ya sabes, hacerse mayor es una cosa seria, casi una pena diría yo, justificada por la impronta de otros horizontes, otros cielos, caminos y demás. Pero sé que tantas miradas siguen ahí, como si nada, y me digo a veces vuelve a ellas, insiste, porque bien valen la pena. Y así, y nada más. En todo esto pensaba esta mañana.