LA CIUDAD A CUESTAS

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Siempre he creído que las ciudades son como las personas. Uno va a cualquiera de ellas y encuentra cierta dinámica que no hallará en ningún otro rincón. Guardan en lo más íntimo gestos, manías, formas de sonreír o fruncir el ceño que es preciso descubrir si lo que pretendes es meterte de lleno en sus entrañas.

Las entrañas de una ciudad, claro. No es lo mismo estar en ella -visitarla como quien pasa fugaz por una callejuela y ya, se acabó- que respirarla en función de lo que ha sido y va siendo hasta el presente. Una ciudad da mucho, entrega todo cuanto seas capaz de arrancarle según tus intereses y tus modos de seducción, pero también exige como nadie al punto de dejarte exhausto, al punto de arrancarte hasta la última gota de energía en el vaivén que supone el jadeo, el encuentro entre los dos.

Hay ciudades que llevo en el espíritu, en las pupilas, en el deseo. París, por ejemplo. Mérida, por ejemplo. Quito, por ejemplo. Descubrirlas ha significado remontar la cuesta de los clichés o la publicidad que están ahí para hacer ruido. Nada tiene que ver la Ciudad Luz con la revista, con el papel glasé que pregona sus virtudes en una agencia de viajes. Cuánta distancia entre la magnífica Quito y lo que me relataba una lugareña en Puerto Ordaz antes de labrar aquí el nicho que ahora me acoge entre sus brazos.

Viajar a una ciudad implica comenzar la travesía antes de partir. Digo, antes de moverme un milímetro de donde me encuentre. Viajar a una ciudad va de la mano con levantarle el velo a muchos kilómetros de lejanía, lo cual es algo parecido a enamorar a una mujer, o a dejarse enamorar por ella. El proceso se dará o no, resultará en fogonazo irreprimible o apenas un cruce de miradas, sin hondura y sin candela, pero en medio estará la vida misma, procurarás la entrega que tendrá su fin en revolcón o en absolutamente nada. Entonces habrás hecho lo tuyo. Después el reloj sigue su curso, los minuteros continúan como si nada, el tiempo te sacará la lengua y sabrás que hechas las sumas y las restas queda siempre un resultado para bien o para mal.

Repito: viajo a una ciudad desconocida y empiezo desde antes a llevarla sobre las espaldas. La aprehendo de antemano con sus imaginarios, literatura, personajes a punto en la mirada. A cada ciudad  suelo abordarla en principio gracias a la hoja impresa, hasta que por fin huelo su piel, resbalo por su vientre y por sus piernas. Caso contrario sería un viaje sin sal, uno cuyo punto de fuga es la cámara encendida para recoger lo que trae el manualito de rigor. Conmigo no cuenten para eso.

Viajar a esa ciudad es encontrar de tú a tú lo que vislumbraste tiempo atrás en novelas, cuentos, cuadros o poemas. Caracas y Oswaldo Trejo, Barquisimeto y Salvador Garmendia, Londres y Dickens, París o Buenos Aires y Julio Cortázar, el Missisipi y Faulkner, La Habana y Guillermo Cabrera Infante. Pocas cosas son tan emocionantes como reencontrarte con el escenario citadino que gozaste tantas veces en el cine. La ciudad que llevas a cuestas sin importar que nunca antes hubieses puesto un pie en ella. Es la magia del viaje que comento, el clímax de lo soñado, o lo que es lo mismo, el momento de la verdad o del embuste que de seguidas vas a descubrir con la razón, los afectos y los huesos sin posibilidad de escapatoria.

Existen ciudades que fueron hechas para ti y tú para ellas y dar en el clavo no tiene modo de explicación certero sino precarias aproximaciones, qué sé yo. Como a una dama que observas, que sabes que también te mira y entonces se dará el hola qué tal, se reducirá el espacio que dista entre los cuerpos y ocurrirá o no ocurrirá cuanto en el futuro recordarán ambos, acaso con nostalgia, gula y ganas.

Viajar a una ciudad, cabalgarla a lomo de emoción es esto: un mutuo strep-tease con final trágico o feliz. Y siempre, siempre, vale la pena intentarlo.

 

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