BICHOS BUENOS
Y
BICHOS MALOS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Cualquiera jura que camina por el mundo tal cual es, así como luce en las esquinas. Qué va.
Siempre me dio por sospechar que no estamos limpios, que carecemos de esa asepsia según la cual yo soy yo y mis circunstancias y lo demás al diablo. No estamos limpios, no somos nosotros mismos en función del contexto al que te debes y no formamos esa unidad indivisible que te hace individuo, único, entero, hasta el final de la historia y se acabó.
Basta con pensar que andamos llenos de bichos. Hay que ver cómo te caminan dentro y pastan de lo más tranquilos por tu estómago, hígado, riñones y páncreas. Imagínate a un ser microscópico cazando a otros monstruos en los recovecos de nuestros intestinos, considera los modos de reproducción que terminan multiplicándolos en ti, sin complejo ni medida, por las paredes del colon, los entresijos de líquidos y humores y los laberintos de mucosas, babas o masas gelatinosas.
Por dentro y por fuera están ahí, a sus anchas. Se lo comenté el otro día a Roberto Buenaño Villafría, mi médico de cabecera, porque fui a su consulta debido a molestias en la espalda. Aparte del ungüento y las píldoras recomendó vacaciones, descanso -será cretino este matasanos-, añadiendo que el asunto no era para tanto, que la naturaleza hace bien su trabajo, que lo normal es cierta convivencia en paz entre esa fauna que califico de apestosa y nosotros, cándidos huéspedes que le hacemos la cama.
Habráse visto. La otra vez leí un artículo bastante ilustrativo en una revista científica mientras esperaba mi turno en el odontólogo y adivina qué, adivina la historia que contaba con pelos y señales. Una bacteria pulula en el ambiente y pobre de ti si apunta y eres el blanco. Se come tu carne, arrasa con tus pellejos, derrite de a poco tu cuerpo peor que el ácido. Como ves, Roberto Buenaño Villafría sabe de estas cosas lo que yo de astronáutica, fractales o parapetos cuánticos y por supuesto que no he vuelto a escucharlo. Hasta aquí llegué con él.
En fin, que mientras escribo todo esto de seguro un bicho con diez patas y colmillos ponzoñosos hace de las suyas en lo más profundo de mi duodeno. Entra por un oído, pasa directo a la boca, resbala por la lengua como si ésta fuera un tobogán y finaliza de cabeza, en caída libre por el abismo que va a dar al saco estomacal. Pienso en semejante escena y un frío helado me recorre hasta las uñas. Es imposible controlar los nervios, espantar el miedo, no vaya a ser que cualquier día bestias así me engullan y las cosas se reviertan: termine entonces arrojado a sus panzas -en vez de continuar con ellos en la mía-, a sus caldos, a sus tripas, convertido de seguidas en baba sanguinolenta a medio digerir, navegando entre enzimas, jugos gástricos y asquerosas sustancias burbujeantes. No, eso no, eso jamás.
Piénsalo por un momento y dime tú qué tal. Nosotros los buenos a merced de un ejército de bichos malos dispuestos a mascarnos de un bocado y después si te he visto no me acuerdo. ¿En qué quedamos?, los llevamos por dentro, los alimentamos a sus horas, les brindamos eso que inocentes ecologistas, defensores de la naturaleza, verdes e infinidad de tontos por el estilo llaman nicho, hábitat, microclima y demás zarandajas parecidas, ¿y al final qué?, ¿cuál será el último capítulo? Lo que soy yo, cuenta con que no estoy dispuesto a que me devoren de ese modo. Nunca tuve complejo de pizza o sensibilidad de sopa de lentejas. Niet. Por eso continúo buscando, preparando el terreno en función de elemental supervivencia. El doctor Horacio Luzurruaga, figura descollante en el hospital Sigmund Freud de la ciudad finalmente me ha dado la razón. Ahí puedo verlo, conmigo, dispuesto a librar los combates necesarios. Por lo pronto, entre el Valium y pastillas para conciliar el sueño sigo pensando en estas lides. Saldremos vencedores, lo tengo por seguro, es que cantaremos victoria de una vez y para siempre.