El café
por
Javier Alejandro Aguilar
Twitter: @colotucumano
Ernesto Melías elige sentarse en la mesa que está pegada al ventanal a unos metros de la esquina. El cortado humea como una locomotora. Si hubiera sabido que no llegaría a tomar nunca ese cortado, quizás ni se hubiera tomado el trabajo de pedirlo. Observa la extensa fila de personas que la ANSES acumula y piensa: “estos hijos de puta tratan a las personas como ganado. Seguro que la mayoría de los viejitos pasó la noche en la puerta por un turno”.
Su hija no llega. Si hay algo que no soporta es la impuntualidad. Observa cómo una señora canosa mastica chicle con la boca abierta, otra cosa que tampoco le gusta, ¿para qué elige ese lugar para sentarse, si todo lo que mira critica? Reniega porque el mesero le llevó el café muy caliente. Le molesta la resolana. También a las personas que caminan ligero, a la joven mamá que ocupa toda la vereda con el coche. Critica al boludo que grita porque el tránsito es un caos. Si hubiera elegido sentarse en la mesa de frente a la televisión sería igual, porque detesta los programas de deportes.
El joven desciende del colectivo en Córdoba y Laprida, a una cuadra del bar. En una de sus manos sostiene la bolsita, la lleva a su boca e inhala. Realiza una respiración profunda como si le faltara el aire. Llena los pulmones de esa porquería.
Ernesto Melías cree que olvidó el sobre con el dinero, abre el portafolio y rápidamente lo visualiza. Se tranquiliza. Lo saca, le parece que debe disimularlo mejor y cavila: ¿A ver si lo traje…? Palpa el bolsillo derecho del saco marrón, mete su mano y extrae un sobre tamaño oficio doblado en cuatro. Se fija que no esté roto, lo abre y guarda el dinero.
El joven delincuente oculta un arma en la cintura. Se dirige al bar de la esquina. Su caminar desordenado asusta a los otros. Inspira temor. Perseguido por sus propios y malos pensamientos, estos lo acechan, lo enloquecen. Intenta huir del miedo perpetuo a ser detenido. Se lleva a la boca una y otra vez la bolsita. Inhala pegamento. Se detiene frente a una vidriera de una casa deportiva. Mira las zapatillas color roja con doble capsula de aire. Recuerda cuando niño caminaba descalzo sobre el pavimento de enero, arrastrando un carrito destartalado ofreciendo limones. No se da cuenta de que en la vidriera se refleja su cuerpo anoréxico, fibroso, desgastado, salpicado de tatuajes. No tiene cómo ocultar las ojeras cárdenas que acaparan gran parte de su rostro rugoso por inmortales horas bajo el sol. En uno de sus brazos se extiende una enorme cicatriz que se prolonga desde el pulgar hasta el hombro. Las miradas sorprendidas de los otros de ninguna manera lo inhiben. Inhala nuevamente. Lucha incansable con sus pensamientos, quiere evitarlos. Sin embargo se desprenden una y otra vez y lo enloquecen. Cierra los ojos, apoya la cara en el vidrio: ve al celador que le atravesó el cuello con una punta carcelaria. Ve ese rostro pidiendo clemencia, ese cuerpo desparramado inundado de sangre fresca y olorosa. Las moscas con filosos dientes entran y salen por los ojos. Él desgarra un grito de muerte, empaña la vidriera.
El café humea, sigue amargo, sigue intacto. Ernesto le da poca importancia, trata de acordarse a qué hora le dijo a su hija que viniera. Él es puntual, llegó a las doce. Tiene la precisión que llegó a esa hora porque antes de entrar al bar lo confirmó en el enorme reloj que se muestra en el edificio histórico del Correo Argentino. Toma una servilleta, desplaza el café que todavía humea. Sostiene el anteojo y con la otra mano moja la punta de la servilleta en el vaso de soda. Lo limpia prolijamente.
Está en horario, camina lento y como puede, ya le está haciendo efecto el pegamento. Se frena y saca del bolsillo derecho del pantalón sucio, un trozo arrugado de papel escrito con lápiz. Lo acerca a sus ojos y lee: “el viejo es calvo, tiene bigote, usa anteojos, anda con bastón. Entre las doce y una de la tarde estaría en el bar, en el único bar de la 25 de Mayo y Córdoba”.
El anciano impaciente, hojea el diario sin leer una sola palabra. Doce y diez. El café sigue abandonado, humea pero no como antes. Murmura: “Sabe de mi puntualidad”.
¿Qué tuvo qué hacer para dejarlo a su padre esperando? Desde esa ubicación puede mirar el enorme reloj. Sigue renegando, ahora porque hay dos señoras en la mesa contigua que no dejan de hablar y reírse. Insiste, murmura gesticula:
—Claro, para eso quiere darme un celular, para decirme que ya viene, que está demorada. Menea la cabeza. El mesero apoyado en la cantina lo observa y de un sutil movimiento le pone en evidencia al cajero.
Cruza la calle como puede, cree ser inmune al tránsito, un taxi frena y evita pasarle por encima. Lo putea; al joven no le mueve un pelo. Entra al bar, apenas cuatro mesas ocupadas, lo distingue al viejo, inhala por última vez, deja caer la bolsita y sin disimulo se acerca torpemente al anciano. Cuando está de frente le vocifera:
—Dame la guita, dame la guita…―.
Le arrebata el portafolio que se luce sobre la mesa. Gira, para emprender la huida, pero Ernesto toma ligero el bastón de una robusta madera y le estampa en la cabeza al delincuente. Se lleva unas sillas por delante y cae. Está sangrando. Toma coraje el viejo e irracionalmente avanza descontrolado sobre el delincuente, intenta abatirlo golpeándolo con el bastón, cree que tiene veinte años menos. Los meseros no saben qué hacer, el cajero levanta el celular e intenta llamar a la Policía, las otras personas salen corriendo. El ladrón se reincorpora, le agarra una pierna al anciano y lo tira, inmediatamente saca el revólver que yacía durmiendo en la cintura, se levanta y jala el gatillo sin compasión, vacía el tambor.
El reloj del correo marca las doce y veinte. Su hija no llegó.
Pobre viejito, este cuento refleja una cruel realidad, el abandono de nuestros ancianos, que son el blanco de los delincuentes.
Felicitaciones Javier
gracias por tu comentario, abrazos