LOS JUEGOS DE LA MEMORIA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Recuerdo los primeros libros que tuve entre mis manos: cinco novelas de aventura en tapa dura, con letras doradas, que daban forma a la colección Clásicos Universales. Fue un regalo de mi madre cuando yo tendría cuatro o cinco años. Me tomó tiempo comenzar a leerlos, a diario los observaba en un rincón de la biblioteca, sabía que eran míos, imaginaba el misterio que llevaban encima. Alguna vez iba a atravesar sus páginas.
Mi hija Camila pronto va a hacer la Comunión. La biblia que utiliza en cada clase me acompañaba al catecismo hace treinta y cinco años. También mi madre fue la artífice de ese regalo. Como observarán, soy dado a conservar ciertas obras que, vistas en retrospectiva, funcionan como espejos a la hora de escudriñar en el pasado.
Hace poco me dio por hojear el “Diccionario Práctico EASA” con el que mi pequeña resuelve rompederos de cabeza a propósito de las palabras. Ha sido la directa heredera del libraco que una tía me obsequió a los cinco años porque su sobrino era entrometido y preguntón. Según ella, resultaba poco menos que imposible mantener por diez minutos el hilo de una conversación entre adultos sin que esa ardilla metiera sus narices lanzando a quemarropa interrogantes sobre qué era nauseabundo, inverosímil, axila o traqueteo.
Es curioso, pero cojo el EASA y al notar cómo dejé huellas en él, pienso que algunos textos son también cortes geológicos, capas superpuestas como esas que se dejan ver en las excavaciones arqueológicas. De algún modo parte de tu historia queda ahí, al aire libre, legible si te das a la tarea de reconstruir fósiles, empalmar épocas y analizar sedimentos.
Guardo en la memoria la viva imagen de mi madre forrando los cuadernos. Segundo grado me hacía sentir mayor. Quedaba atrás el kínder, a lo lejos recordaba andanzas con la maestra Báez, de primero “A”. Comenzar segundo no sólo era emocionante sino también un reto: el libro de lectura lucía considerablemente gordo, me habían comprado un compás y un transportador (¿qué diablos era eso?) para hacerle compañía a la solitaria regla con que aprendí a trazar líneas rectas, quebradas, inclinadas y demás misterios por el estilo. Y por si todo lo anterior fuera poco, Laura, con su cabello recogido en una cola de caballo, me hacía latir el corazón más de la cuenta.
El diccionario finalmente estuvo listo. Forro de papel azul con rombos blancos, forro de plástico encima, y en el medio una etiqueta para identificarlo. Lo abro en el presente mientras Camila colorea páginas de sus tareas, pienso en el colegio, pienso en el niño que fui y en la niña que es mi hija. Pienso en Daniel, más pequeño que ella aún, y me digo el lugar común que nos aplasta las narices: “los tiempos cambian, uff, los tiempos sí que cambian”. Y es bueno que sea así.
Mierda, culo, vaina, coño, aparecen encerradas en un círculo con tinta negra. Me veo leyendo esas palabras en el diccionario, absorto, sorprendido, preguntándome por qué razón están ahí. ¿No era ése un libro serio? ¿No era un objeto que usaba la maestra? ¿Cómo es que de pronto contiene palabrotas? Puta, pendejo, ñoña, me producían la sensación de que las cosas no estaban en su sitio, de que ese vendaval de términos prohibidos cabían también en una parte semiiluminada de la escuela. Era contradictorio, era un descubrimiento que me confundía.
Continúo mirando el libro, noto mi firma en su primera página, debió ser a los seis años. Luego observo otra, quizás ya a los siete u ocho. Veo incluso una adicional, muy distinta, una rúbrica sin dudas imitando a aquella de mi padre, imposible de leer, un verdadero garabato. A semejantes alturas, sexto grado diría yo, me sentía un hombre, un hombre grande, alguien diferente a esos mocosos insignificantes de tercero, cuarto o quinto.
La verdad es que esa línea temporal que implica un libro largamente usado por nosotros lleva las marcas de lo que hemos sido. Si abres los ojos hallas pistas, la punta de algún hilo que puede arrojarte al ovillo que ahora eres. Paso las páginas: un corazón dibujado con marcador rojo, atravesado por una flecha verde. Una frase escrita en cuti: cutilecutivoy cutiacutipecutidircutiuncutibecutiso. Las iniciales de varios nombres clave: B.A.M., María A.P., A.L.R.G., y también algunos sueltos, desafío abierto para entrometidos capaces de hurgar en mis secretos: Luciana, Alejandra, María Eugenia.
Camila termina su tarea. Ordena los cuadernos, recoge desperdicios, guarda todo en su morral. ¿Me permites?, y entonces cierra el diccionario, lo coloca junto al resto de los útiles. Se lleva el fardo hasta su habitación sin saber que ahí también voy metido de cabeza.