LA OTRA HISTORIA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Hay gente que vende a su madre por triunfar. Vaya uno a saber qué vericuetos cobran forma en la caja craneana de algunos, pero en fin, desde que tengo uso de razón me atrajo mucho más el fracaso  -o cuando menos el no dar del todo en el blanco-  que cruzar la meta antes que los demás.

    Quienes se desviven por alcanzar sus sueños guardan entre ceja y ceja cierta condición robótica, es decir, tengo la impresión de que saltar la verja que da al mundo de los proyectos cumplidos lleva en las entrañas bastante de quehacer condicionado, kilos de Pavlov haciendo de las suyas toda vez que te desvives por la medalla o los aplausos. En el fondo suena siempre la misma campanita, cling-cling, y otra vez salivación, otra vez la línea del horizonte que te guiña un ojo, que te llama con el dedo mientras se alza un poco la falda, cruza las piernas y  te deja ver las  medias negras hasta lo más profundo de los muslos. Pavlov a pleno día cuchillo en mano, digo, para que despabiles.

    Caer, no necesariamente con estrépito,  es lo normal, es esta realidad monda y lironda que te aplasta a cada instante en la nariz. Sin embargo no falta alguien empeñado en pervertir, en trastocar, en transitar de triunfo en triunfo de modo que esos pequeños fracasos terminan convertidos en vivencias infernales. Cuando perder bien puede transformarse en punto de apoyo para al fin ganar, ciertos imbéciles están ahí  enarcando las cejas a lo Bogart, porque así es el negocio, viejo, porque debe ser ganancia diaria, en cash para remate, cigarrillo ladeado de por medio, mira tú, que si te descuidas me quedo siempre con la chica guapa.   

    Pero decía arriba que prefiero el halo gótico y mediocre de algunas historias particulares al relumbrón de los flashes tan ansiados por cualquiera. No sé tú, pero jamás he concebido esto que se llama vida como gabinete para exhibir lauros.  Debe ser porque los de verdad no caben en ciertos espacios cuadriculados. Y entonces volvemos a lo mismo: el hilo de algunos esfuerzos en vano resulta mucho más interesante, humano, curioso y digno de emular que el final rosadito al puro estilo muchacho de la película.

    Todo evento que termina con bonita música de fondo es asimismo un relato de fraudes agazapados. Los finales risueños son también el engendro de opacidades que conviene más esconder bajo la alfombra, no vaya a ser que tanta carcajada acompañada de buen vino se torne grisácea al contacto con el sol resplandeciente. No sé, la verdad es que no sé. De niño me simpatizaron los segundones, los últimos de la fila, los creadores de tramas que se imponen a codazos y a mordiscos, sin cámaras que les sigan los pasos, y ellos me caen bien desde esos tiempos. No brillar en los noticieros va siendo sinónimo de esa cosa magnífica, llámala como quieras, que encuentras en medio de las piedras o a milímetros de las espinas, pienso y sostengo. Lo demás es huevo de pato, moco verde embadurnando pañuelos de seda, perfume transitorio entre los senos de la dama.

    La otra vez, leyendo uno de sus cuentos, el gran Benedetti me salió con esto: “en toda victoria histórica hay algo de turbio, de injusto, de obsceno”. Entonces sí que me agarró por las pelotas, el muy cabrón.  Por eso me gusta la cara oculta de la Luna, el envés de la trama, la dulzura que suelen llevar encima ciertos nobles fracasos.

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