LA METAFÍSICA DEL DÍA A DÍA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
I
La lógica trabaja, la metafísica contempla.
Joseph Joubert
El pensamiento postmoderno irrumpe cuando el bicho humano se detiene un minuto, frunce el ceño, se rasca la cabeza y procede a revisar valores, tradiciones, creencias y seguridades. El punto de fuga, la diana a propósito de lo anterior ha sido la condición moderna, esa esfera de saberes muy bien cuadriculados desde que el buen Descartes produjera el pistoletazo de salida, es decir, el justo instante cuando Occidente aceptó la coartada magistral: pienso, luego existo. Y pensar y luego existir supuso el advenimiento de un hacer, de un dar por hecho, de una fe en la razón, en la ciencia y en la técnica capaces de configurar a través de los años un mundo en el que las bondades de la modernidad calarían hasta la médula. Todo era cuestión de tiempo.
La máquina de vapor, la imprenta, las técnicas de navegación y un largo etcétera que lleva en la mochila antibióticos, láseres, rascacielos y el viaje a las estrellas, estaría presente y al alcance de la mano -o de un click a estas alturas-. Frente a semejante puesta en escena el homo sapiens no estuvo equivocado -ciencia y técnica progresaron a pasos agigantados- pero dejó de hacerle carantoñas a ese ámbito cargado de misterio, de realidad no necesariamente visible ni palpable que sufriera un mazazo con la modernidad, un ámbito empujado a los rincones, escondido al fin y al cabo debajo de la alfombra porque ya se sabe, ahí va a parar todo cuanto termina por ser resbaladizo para nuestra razón a lo Descartes. La ciencia transformada en tótem, religión laica llena de logros por donde la mires, refractaria a consideraciones metafísicas no cuadriculadas, bien planchadas y por supuesto almidonadas. El universo mensurable entró poco a poco en la palma de la mano y la ducha cartesiana, que empapa hasta el último confín, enarboló una cosmovisión que duraría centurias.
II
En pleno siglo XXI un enemigo invisible da cuenta de la realidad. La realidad pasa por estremecer certezas hasta ahora inamovibles. Da la impresión de que somos casi invulnerables y ese casi resultará ser una bomba. Se llama coronavirus y desde su microscópica ontología hará morder el polvo a tanta arrogancia como pretensión de enormidad. Recuerdo aquí un poema de Efraín Inaudy Bolívar: “Me encontré: soy mínimo”, y estarán de acuerdo conmigo en que además de valor estético lleva en las alforjas una brutal verdad revelada en estos meses. Sí, no coincidimos con lo que creíamos, o cuando menos no entramos de lleno en el traje que, sastres de nuestras particularidades, habíamos consignado en función de lo que suponíamos íbamos siendo. Sorpresa, miedo, dolor, desgarramiento, son términos insuficientes para apuntar lo que ocurre. Fuerza acumulada en las entrañas ha debido existir para asimilar la paliza. Sin embargo, no dudo del final: la humanidad continuará su curso, el monstruo infinitesimal será vencido, un despliegue de musculatura inteligente hecha vacuna hará de las suyas y otra vez podrás respirar en paz. Millones de tapabocas con sus mil y una implicaciones, simbologías y razones de ser irán directo al sótano de la memoria.
Pienso en esto y créeme que una flecha de tranquilidad atraviesa lo que soy. Un café, una pipa encendida, mi libro predilecto en la mesa de esa terraza que añoro como nadie. Vidas, muchas vidas salvadas y en el medio otra vez sueños de futuro, esperanzas para esto o aquello, destinos humanos donde el tú y el yo encuentran vía expedita para intentar materializarse. Aquí caigo en cuenta de cómo cierta realidad, oculta a su manera, resulta imposible de medir, pesar o colocar bajo el escáner. Y da igual: luce tan viva como aquella otra, la del mundo sensible donde chapotean de cabeza el automóvil, las llaves de la casa y el sofá desde el que ladra Percy.
La pandemia que nos azota, si lo consentimos, puede hacernos vislumbrar un blanco, un horizonte de convergencia la mayor parte del tiempo fuera de radar gracias a que perder lo dado por sentado, cuanto pretendíamos seguro y en su sitio, pone enfrente una verdad distinta: la de que lo más mínimo, acaso lo insignificante, cobra ribetes de milagro si tuerces un poco el ángulo con que acostumbras enfocar tu vida diaria. Cómo hace falta la tecnología, por ejemplo. Cómo permite que siga con mis clases, que mis estudiantes accedan a ellas así estén en Quito, Tegucigalpa o Helsinki, pero vaya tamaño el de la angustia clavada en el pecho a lomo de separaciones porque sí, de lejanías forzadas, de imposibilidad de acercamientos gracias a la cuarentena. Hablas por el móvil, miras a tu interlocutor en la pantalla, llevas a cabo tus obligaciones del teletrabajo y aún así te das de bruces con un fondo gelatinoso, aterrador, una trampa salida de algún cuento de Lovecraft que no logras entender del todo. El aparente no ser, la ausencia de contacto físico trocada en sudores y ansiedades porque hace falta algo, una pieza, un trozo del rompecabezas, asunto que supera el hecho comunicativo ya resuelto por Zoom o el celular. That is the question, ser o no ser que en Hamlet despunta como tétrica premonición porque resulta inherente a toda condición humana.
El contraste entre vernos porque una pantalla ofrece el rostro de nosotros y la realidad monda y lironda del hola qué tal más allá de chips, silicio y cristal líquido, es una cuestión que me deja perplejo. Resultaría necio desdeñar una bondad como la que en el presente disfrutamos, no otra que los contactos mediados por el prodigio tecnológico. Caer en ello sería andar fuera de foco, además de estúpido por los cuatro costados. Pero la verdad sea dicha, todo esto lleva a repensar lo que he tenido, a intentar hurgar el fondo del estanque con anteojos diferentes, porque lo más sencillo de tu día a día, eso que para mí o para cualquiera se hallaba quizás en último lugar tiene la impronta de un peso específico con el que no contabas. La pandemia arranca la vida, propicia el horror de un mundo que de golpe asestó su puñetazo como no tenías idea, y a la vez ubica los espejos ante infinitos rostros. Eso que entonces ves, eso que de a poco gana fisonomía puede ser la cara oculta del mero presente, del encantador hic et nunc. La esfera metafísica que llevamos dentro -perdonen el feo academicismo- termina por pedir a gritos su lugar, sólo su espacio, nada más que el tiempo necesario para decir lo que tenga que decir y configurar aquello capaz de aportar más sentido a lo que somos. El universo, mira tú, es bastante más que la bolsa de valores o el último partido del Barsa.
Con la computadora sobre el escritorio, el televisor en su lugar, la cocina y su licuadora y microondas, con la ducha tibia y la aspirina, te percatas de que aún estamos solos. Con ella o él ahí, frente al monitor, el vacío se nos cuela todavía porque el animal humano supera neuronas, glándulas, sistema digestivo o subconsciente. Tengo para mí que la realidad de un mundo que este 2020 superó la más delirante historia de ficción hecha posible, realidad ante la que te pellizcas y ni así logras despertar, digo, tengo para mí que revalorar eso que teníamos, cuanto habíamos alcanzado construir, nuestras pequeñas o grandes victorias y verdades, nuestras cosillas más elementales, es de veras lo que cala hondo, lo que nos salva a fin de cuentas, en rigor porque sustenta como nada más el trance vital que cada día nos echamos encima.