EL COLOR DE LA VESÍCULA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Es raro, pero desde niño empecé a ver todo a color. Lo físico y también lo imaginario. No tengo idea del por qué y fíjate que tampoco me importa demasiado, aunque pasada cierta edad a veces me sorprendo dándole vueltas al asunto. En fin.
Tal como la mesa o los anteojos pueden ser rojos o verdes, los días de la semana se tiñen de un color que ni pensabas. El lunes, pongo por caso, tiende a ser blanco. Un blanco transparente, acristalado, te juro que de una belleza complicada difícil de expresar aquí. Los jueves son turquesa, los domingos amarillos, a medio camino del dorado, y así.
Alguna vez me dio por comentarlo a un amigo del colegio, tendría yo siete u ocho años. La cara que puso y el gesto que de inmediato tuve enfrente me retractaron de volver a hacerlo para siempre: dejé que el tinte de las formas ilusorias continuara su curso sin testigos hasta el sol de hoy. Llegué con el tiempo a convencerme de que el mundo es más hermoso, vivible y divertido entre carmines o magentas que qué va a saber uno cómo se producen, pero están ahí para alegrarte a cada paso, dar personalidad al mes de agosto, carácter a la glándula sebácea, talante al humor vítreo. ¿De qué color es un glóbulo rojo? No, estás muy equivocado. Respuesta correcta: azul cielo. Júralo, azul cielo y se acabó. ¿Y un grupo de linfocitos? ¿Y los unicornios? ¿Y la acetilglucosamina? Créeme, lucen espectaculares.
El otro día pensaba en la vesícula. Entre contornos extraños, pliegues, oquedades de todos los pelajes y esa manera en que le da la luz -sí, donde se encuentra también llega la luz-, digo, que pensaba en la vesícula y mientras flotaba en un mar gelatinoso cuyos afluentes y mareas no viene al caso mencionar, la vi compacta, funcional, tan hermosa como la supuse entre pinceladas miel, amarillos fosforescentes y demás tonos de fuego. Ni el ácido desoxirribonucleico, de un ocre tan intenso que tienes que cerrar los ojos, ni el esternocleidomastoideo, entre carmines de lo más otoñales, ni los mismísimos arroyos del Paraíso, cargados de un oro imposible de contar en estas líneas, nada, absolutamente nada como el color de la vesícula.
Cuando me siento perdido o me inunda la confusión, esos colores terminan por ofrecer tranquilidad. Un varicocele, imagínatelo. Un islote pancreático, tan mediterráneo, tan añil, tan índigo que te deja patitieso pero equilibrado de una buena vez. Una contundente macroglobulinemia, sumo y sigo. Ni qué decir de la púrpura de Henoch-Schönlein, para ser exacto vasculitis leucocitoclástica, que desde el nombre irradia sosiego, equilibrio, armonía. Y a propósito de paz, de búsquedas y hallazgos ahora vinculados con estados de ánimo óptimos para escribir, o para leer, echarle un vistazo a ciertas letras hace las veces de remanso que para qué te cuento. ¿Qué color baña a cada una de ellas?, yo digo que muchos y aunque sé que frunces el ceño ten por seguro que deambulan por el abecedario como Dios las trajo al mundo, en plena desnudez cargada de color, y no sabes lo que te pierdes por ese terco empecinamiento en darles la espalda a cada instante, en no intentar contemplarlas un rato frente a ti.
La be sin ir muy lejos. Rosácea de cabeza a pies. La hache por ejemplo, negra como la nada que expresa en español. La equis y la te, entre el marrón y el caramelo. Lo cierto es que para ser sincero el esfuerzo ha dado frutos, suculentos por donde los mires. Las formas imaginarias marcan su presencia y si te lo propones claro que lo logras: muestran como pavos reales sus plumajes, sus matices, sus coloraciones, fisonomía oculta que te asombra, que te engulle de un bocado y te hace otro. A ver si tú también das en el clavo. Atrévete. Y entonces me cuentas.