CORTÁZAR Y YO, OTRA VEZ
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Medianoche, cartas de Cortázar, tomo tres. El rincón donde suelo echarme en brazos de las letras tiene un tono que va conmigo. Colores y objetos fluyen con lo que voy siendo, el clima que respiro es un tú amalgamado con este yo sentado a sus anchas, y para remate doy un salto en el sofá cuando en el párrafo seis un guiño da en el blanco: “Qué le vamos a hacer, los objetos reflejan nuestro carácter”.
Entonces se enciende el fósforo en la oscuridad. La verdad sea dicha: cualquiera se da un aire con sus cosas. Aquel señor, fíjate tú, tiene mucho del Chevrolet que lo lleva y trae, si los ves de frente te convences, me das la razón en un segundo. La señora Juana, ahora que toco el tema, es idéntica a su licuadora, ella que casi vive en la cocina, ella que pasa horas de horas preparando el almuerzo, los dulces de membrillo, ella que hasta tiene ya voz como de urraca, digo, la dupla que hace con la Oster no deja lugar a dudas. Quién lo iba a imaginar.
Los objetos reflejan nuestro carácter y mira que eso es tan real que da calambres. Tengo un amigo con muy malas pulgas y ahí está, como secreta evidencia noto ahora el parecido con el salón rústico en el que me recibe para, entre whisky y whisky, darnos a la práctica de enderezar el universo. Un salón de paredes empedradas, un salón duro, de muebles toscos y tajantes justo como el temperamento de su dueño.
También tengo otro amigo que es un pan, literalmente el cafecito con azúcar en su punto luego del almuerzo. Con razón muestra un no sé qué, algo del Poodle que nos observa recostado en su cojín. Ya ves, no me equivoco en esto del carácter, del temple y sus vericuetos tomados de la mano con sillones, cuadros, adornos y mil objetos que para qué te cuento. No me vengas con que no, si sí.
Me da un ataque de sueño a las nueve de la noche -qué se le va a hacer, el trabajo, el cansancio, el bostezo a flor de boca- pero soy un terco redomado según diversas, honestas, contundentes aseveraciones de terceros y pues nada, nada de irme a las alcobas -perdonen el feo plural tan demodé- y resulta que avanza el minutero y yo aquí, tranquilo y campante a un cuarto para las dos leyendo lo que me da la gana, feliz como una lombriz, porque la vida supone, exige, pide tales libertades, atrevimientos sin los que andarse por ahí equivaldría a un trámite más, sin sal, sin añadiduras como las que me gustan. Y las que me gustan llevan en la mochila trasnocho a la luz de esta lámpara, libros como los de Cortázar, miradas, apuntes, quebraderos de cabeza sobre esto o aquello que me cogen por el cuello y me lanzan de cabeza, pongo por caso, a escribir esto que escribo. ¿Me hago entender? ¿Me comprendes Méndez?
Escribir esto que escribo pasa por vislumbrar lo antedicho: los objetos, querido Julio, es que sí, requetesí se abrazan con nuestro carácter y si no mírame, mírame rodeado de gatos -de madera, de metal, de arcilla, gatos más pequeños o más grandes, gatos de aquí o de allá- que dejan entrever mis particulares ronroneos, mi lomo felino listo para la caricia, mi andar lento y en silencio. Y mi rostro félido, además, bueno para clavarle la mirada a cuanto hueco permite descubrir algo, lo que sea, entre paseos que son vagancia y gente que viene y va como si nada mientras uno escudriña el patio a fondo. A ver qué te parece. Dime, dime si cuanto refiero no es una verdad que aplasta.