ISAAC CHOCRÓN EN ESTOS DÍAS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Jamás leí a Chocrón aunque su nombre estuviera presente desde la adolescencia. La cosa tiene su chiste: entro a una librería de viejo, olisqueo, me deslizo feliz, como una lombriz, por los anaqueles y entonces lo encuentro entre “Ella imagina”, de Juan José Millás, y algunos tomos de cierta colección Salvat cuya portada recuerdo sobre los estantes de la Librería Cultura, en la Upata de mi niñez.
Si no me traiciona la memoria, Isaac Chocrón era invitado cotidiano de la revista “Imagen”, cuando su formato me extrañaba y me maravillaba por razones que fijándome bien ahora, obedecían al gigantesco tamaño con que se ofrecía -el doble o más que el de una revista cualquiera- y los temas que tocaba -eso que llaman cultura, asunto que descubría mientras despachaba textos que no lucieran demasiado extensos-. “Imagen” circuló de mano en mano por un pueblo donde semejante tipo de publicaciones sencillamente no existía, de modo que algunos amigos de más edad, estudiantes universitarios en Caracas, Mérida o Valencia, regresaban para vacaciones con la revista en la maleta. Pienso en el entrañable Brohim, en Ginita, en Samia, pienso en el muchacho que fui y en la amistad que se colaba a pesar de los años cumplidos, porque ellos tenían algunos más que yo, lo que me hacía sentir no el chicuelo que era sino el adulto que de una buena vez ya quería ser. Pienso en Pedro Suárez y un taller de literatura que por aquellos tiempos, con la tenacidad de la gota que horada la piedra, mantenía en la Casa de la Cultura, frente a la plaza del pueblo.
Isaac Chocrón ha vuelto gracias a “Señales de tráfico” y por setenta centavos -leíste bien, 0.70 dólares- salí con él en la mochila directo al primer café que se me enredara en los zapatos. Me senté, pedí un americano, encendí el tabaco y gocé como un bellaco que hace de las suyas con total impunidad al meterme de cabeza en la elegancia, inteligencia y cosmopolitismo de un autor que lanza sus hechizos, sus formas cambiantes a la hora de poner los temas sobre la mesa y decirlos, zarandearlos, restregártelos en plena cara con la sutileza de una nube, una nube movediza en el cielo azul de la página de un libro. Nube Chocrón, nube que se transfigura, nube que es nube y a la vez todo lo único y distinto que puede expresarse en ella.
Nueva York, Japón, Londres, Caracas. Cunningham, Ginsberg, Borges, Dietrich o Sontag. Guillermo Sucre, el cine, el teatro, las calles, la pornografía, todo cabe en “Señales de tráfico”, texto que jamás llegué a ver en Venezuela. En el setenta y dos, cuando fue una gran editorial, Monte Ávila lo lanzó al ruedo y en el ejemplar que hallé en pleno centro histórico de Quito un nombre, en estampa oficinesca con sello húmedo y toda la parafernalia, da cuenta de su antiguo dueño: Eduardo Ponce M. Supuse de inmediato que hallaría notas de este señor, párrafos subrayados, pistas de su paso por las páginas pero no, nada de nada. Impoluto, casi nuevo.
Entonces, al echarme en brazos de Chocrón y leer por vez primera todo cuanto tiene que decir gracias a un chorro de ideas que te aplasta a fuerza de magnífica escritura, descubro en él que la literatura, la dramaturgia -a la que dedicó su inmensa fuerza y energía-, el arte en general, son caminos para llegar al hombre, una especie de tránsito hacia el autodescubrimiento donde asimismo, en algún mágico momento, ocurre el encuentro con el otro, ese que le da sentido a lo que vas siendo y serás, sin lo que se viene abajo, se anula, se asfixia por completo el hecho creador. Un párrafo a propósito de Pablo Casals es elocuente: “antes y después de Casals han aparecido niños prodigios que se han convertido en célebres concertistas y que han dedicado toda su vida al perfeccionamiento de su aptitud natural, sacrificando cualquier relación con el mundo que los rodea. Casals, por el contrario, utilizó su privilegiada circunstancia para comprometerse con mayor ahínco en la defensa de sus ideales de justicia y paz universal”. Es decir, del arte y del talento se llega a la a la vida, la del día a día, la cotidiana, y nunca al revés. Y la vida, aquí, es la humanidad que ocupa primer lugar en la escala de lo medible, donde nada es más valioso que los demás, que lo justo, que lo hermoso o lo digno de entrar a plenitud en todos los espacios, en las sociedades cualesquiera que éstas sean, en el ir y venir de los seres humanos con sus distintos pelajes y avatares.