DE CÓMO UN DICCIONARIO ALBERGA TODA SABIDURÍA Y DE CÓMO IRRUMPE EN LA VIDA COTIDIANA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Muchos juran que un diccionario hace las veces de camposanto: ahí descansan, no se sabe bien si en paz, tantas palabras como ideas tuvieron adheridas. En cierta ocasión casi participé de semejante disparate, arrojado al fin por el desagüe cuando descubrí su condición de espejos, es decir, el hecho de ponernos enfrente la ruta de un vocablo, sus múltiples rostros, el camino transitado por su morfología y por su significado. Para nada es cualquier cosa.

    De modo que los diccionarios empaquetan variantes de la realidad -o lo que percibes de ella- y ahí lo tienes, el universo, como decía mi abuelita, convertido en un pañuelo y para remate uno que se las trae. Están llenos de moco, de babas o de lágrimas de amor, hay de todo y qué más da, lo cual es buena excusa para hacer de cuanto diccionario se te enrede en los zapatos el sombrero de mago listo para sorprenderte. Saltan conejos, objetos raros, asombros que te obligan a estrellar la quijada contra el piso.

    Cuando era niño la tía Isbelia me obsequió lo que recuerdo como mi primer diccionario. “Diccionario Práctico Easa”, se llamaba el ladrillo -aún reposa en los estantes de mi biblioteca- y por él supe que las palabras no sólo eran pájaros revoloteando aquí y allá mientras las arrojas al hablar, sino que construían su nido en ese libro gordo que me regalaban por preguntón. Y un vocablo quería decir esto, pero también aquello, por lo que no dejaba de ser raro, esquizofrénico, chistoso a su manera. Pues sí, el mundo se reflejaba en tal espejo.

    Con los años descubrí que los diccionarios son como arcoíris en el tiempo semilluvioso de la vida cotidiana. Sirven para indagar qué diablos significa bahorrina, pongo por caso, pero asimismo despliegan el abanico alrededor de otros mundos posibles, todo en secuencia de colores digna de la mayor fascinación. Hasta me dio por inventar uno que otro -no pasé de las veinte páginas pero confieso que gocé hasta lo indecible-: el diccionario de locuras, de recuerdos, de grandes embustes y el de anhelos. Vaya prácticas las mías.

    Después hallé libracos que no echaban por tierra mis particulares convicciones a propósito de los glosarios y sus fines. Vislumbré en ellos el eco trunco de lo que en su día perseguí y alcancé en mínimos planos. Con felicidad tuve entre las manos, en la biblioteca pública de Upata, un extraño diccionario de insultos. Luego, en La gran pulpería del libro, prodigio caraqueño saturado de milagros, encontré uno de mujeres guapas. Al pasar el tiempo, olvidadas ya estas andanzas y dedicado a asuntos mucho más terrenales, de viaje tropecé con un diccionario de torpezas y equivocaciones que compré ipso facto en cierto anticuario de Buenos Aires. Por último, metido de cabeza en las aguas de Internet, di con uno de palabras inventadas, firmado por César Sánchez, rareza ante la que dejo aquí constancia: EscriThor: m. Famoso superhéroe. Va armado con una máquina de escribir que sólo él puede levantar. Ficcionita: f. Mineral que únicamente existe en la imaginación humana. Herrata: f. Herror o hequivocación en un texto himpreso. Alquímia: f. Práctica secreta, mía y sólo mía, con la que espero encontrar un día la piedra filosofal. Uraño: m. Planeta del Sistema Solar muy poco dado a las fiestas.

    La verdad sea dicha y digámosla de una vez: vivir sin diccionarios es menos que vivir, por la razón sencilla de que también suponen agujeros negros. De ellos nada escapa, ni la luz ni su contrario, las tinieblas, por lo que sin dudas yace ahí, presa de ve tú a saber qué profundas implicaciones, la sabiduría, señora esquiva que juega y siempre alumbra por donde menos esperas. Quién lo hubiera sospechado.

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