TODAS LAS RESPUESTAS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
El otro día les contaba que una tía, siendo todavía un niño que no sabía leer, me regaló un diccionario. La razón: era yo un preguntón capaz de enloquecer a cualquiera, de modo que el EASA -así se llamaba- caería bien a mediano y largo plazo.
En el transcurso, contra ese libraco volqué mi curiosidad. Ahí dormitaban palabras prohibidas, a veces escuchadas a alguien de la familia, proferidas en voz baja o a todo pulmón: mierda, coño, pinga, puta. Hallarlas, encontrarlas tan campantes en un libro tan gordo como extraño fue una revelación. Una revelación a medias. A medias porque imaginé que entre sus páginas estaría todo, el mundo de las palabras, habidas y por haber, empaquetado como las salchichas que traía mi madre del supermercado, y estaría además el compendio de todas las respuestas, pleno, total, abierto -abierto en un tomo cerrado, vaya paradoja- para quien se tomara la molestia de escrutar. Luego descubrí que ni lo uno ni lo otro, pues era mentira que cualquier término pululaba en aquellas ochocientas páginas y que cualquier respuesta, inherente a interrogantes que atravesaban mis meninges, tuviera en ellas su destello a modo de contestación satisfactoria.
Entonces comencé a sospechar un sitio físico. ¿Dónde ubicarlo?, ¿en cuáles geografías se levantaría como paraíso de lugares mágicos? Ve tú a saber qué diablos. Lo cierto es que di por seguro que existía, y lo mejor de esta historia, que ahora sí, que su territorio albergaba todas las respuestas, las típicas, las comunes y corrientes que suelen emanar de preguntas parecidas, e incluso aquellas fabricadas a partir de incógnitas mucho menos cotidianas. Así como después me intrigó adónde van a parar las monedas, las pequeñas prendas como anillos o zarcillos, las medias y, en fin, esos objetos que desaparecen después de usar la lavadora, pensé que el ancho mundo llevaba otro secreto en las entrañas, un rincón útil y emocionante en el que las respuestas, absolutamente todas las respuestas, se hallaban como frutas al alcance de la mano.
En las pruebas de bachillerato, física con José Camacaro por ejemplo, anhelaba tal espacio escurridizo. Entrar en sus dominios, darme de bruces con lo que buscaba, los saberes ocultos del movimiento rectilíneo uniforme, las raíces cuadradas de cifras espeluznantes, el conocimiento entero de las leyes de Newton, qué verdadera maravilla. O en los interrogatorios de historia, o en los exámenes de biología: responder con certeza, abofetear dudas, destrozar incógnitas, o saber, de inmediato y sin las dilaciones que desbocan el corazón, si Carolina sufría las mismas torpezas que para mí eran tortura sólo al verla en un pasillo de la escuela.
El sector con todas las respuestas debía ubicarse en un ámbito más allá del que se cuelgan los lugares comunes. Común era el salón de clases, la cocina de mi casa, el automóvil de mi padre, las calles o la plaza o la farmacia, así que el destino que en mi caso mantenía interés encerraba un algo muy distinto, y ese algo llevaría dentro algunas coordenadas clave -en geografía habían hablado de ellas-. Era nada más cuestión de hallarlas.
Confieso que lo intenté de veras. Pasaron los meses y los años, pasé de niño a adolescente, de la adolescencia a la adultez, y juro que no perdí un ápice de ahínco. A veces, por momentos más que fugaces, he creído dar con una sombra que acabara la búsqueda. No ha podido ser pero qué importa, lo que vale, ya lo decía aquella profe de quinto, es la voluntad y de eso tengo a patadas.
Mientras, continúo en mis trece. Sigo pistas, estudio señales, descifro indicios y armo un cuadro, una zona de posible victoria en cuyo perímetro tarde o temprano va a aparecer lo que me quita el sueño. Y ya verás cuando eso ocurra. Mira que te enterarás sin duda.