UN AUTOR, UN LIBRO, UNA HISTORIA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Tomo asiento en mi café de siempre, pido una taza, enciendo el tabaco, y de pronto parece que el mundo se hace más vivible. Acabo de terminar Mientras escribo (Random House Mondadori, 2001), de Stephen King, recomendación puntual de mi amigo Francisco Arévalo. Nos encontramos frente a frente en una librería caraqueña hace bastante (el libro y yo, quiero decir), y lo compré y aquí está sobre la mesa, rozando el platillo de la taza, entre el cenicero y el agua mineral.
De King no había leído media letra, y no lo había hecho por simples razones de mundos que no parecen encontrarse un ápice. No me atraen las novelas de terror y supongo que este señor se especializa en ellas. Aún lo creo. Pero explicaciones aparte, Mientras escribo es una obra que pretende reflexionar sobre el trabajo de escritor, sobre el quehacer literario y las variables que lo circundan. Escribir es un oficio, tan oficio como el de herrero o plomero, y entonces hay que dominarlo, de modo que con esa idea abrí el libro para cerrarlo trescientas trece páginas después.
Creo que no hay texto que valga demasiado al configurarse sólo como manual de escritura creativa. Si tal hubiese sido el norte de King la etiqueta del fracaso, en mayúsculas, luciría ahora mismo colgando de su frente. Escribir es un oficio, ya lo he dicho arriba, pero es también uno de los ejercicios más subjetivos de este mundo. Los misterios de la creación literaria empalman con los de la literatura misma en tanto objeto concreto, para lo cual sobran pócimas, recetas, embrujos de cualquier ralea. No hay forma de producir escritores en serie porque una obra de arte tiene poco de Oscar Mayer o Plumrose. A escribir se aprende escribiendo, y por supuesto leyendo, sin caminos verdes de por medio.
No, no se trata de enseñar a escribir. Tampoco de hurgar en los enigmas de la obra literaria para transformarse en el pirata de un océano libresco con la intención de robarle sus secretos, es decir, sus múltiples tesoros. Ahí de ningún modo funciona semejante lógica, y si no pregúntenle a los formalistas rusos, a la crítica freudiana, a insufribles como Derrida y compañía, a lacanianos, marxistas y otras hierbas. El grueso de la teoría literaria de todo el siglo veinte.
El mérito de Stephen King radica en que ha logrado un libro que es en primer lugar una historia: la de sus vínculos con la hechura literaria. Es un texto que en el fondo narra su formación como escritor, la novela de su vida como autor, y eso ya es asunto que, si se hace bien, vale la pena leer porque da luces a propósito de una manera, íntima y única, de aproximarse al ámbito del arte. No es poca cosa.
Lo que el autor obsequia a lo largo de Mientras escribo es ni más ni menos que el ars poética de alguien que escribe novelas y cuentos pero que además se entregó a la tarea de pensar de qué va el asunto. Transita los recovecos de la imaginación hecha libro, lo que al fin y al cabo es el cuento de cómo un prestidigitador de palabras (él o cualquier otro) lidia con una frase, con la sintaxis, con la fantasía, con la obligatoriedad de cerrar la puerta del estudio para escribir historias de domingo a domingo llueve, truene o relampaguee. Nos cuenta su labor como orfebre de relatos quizás no tan dignos del fuego o del olvido, y al hacerlo en verdad echa mano de sus poderes de fabulación, y nos atrapa. Francisco Arévalo, con quien semanalmente compartía un café o más para hablar del mundo y de la vida, no estaba equivocado: leerlo resultó divertido y provechoso. Y de qué modo.