LIBROS VIEJOS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hay una diferencia colosal entre la vida y una máquina. Me explico: ayer anduve deambulando por la red, sobre todo en los alrededores de un portal donde se ofrecen libros viejos. La verdad es que pude ver de todo, empezando por una enciclopedia a la que había perdido el rastro desde mis años infantiles, pasando por “Espejo roto“, novela escrita por Mercé Rodoreda y de la que Rosa Montero ha hablado maravillas en un articulazo, hasta “Amantes y enemigos“, libro de la mismísima Montero que pareciera evitarme porque son tantas las veces que casi lo atrapo y tantas, pero tantas, las que termino con las manos vacías.
En fin, que eso de la internet está requetebién, en principio porque borra las fronteras, porque coloca las distancias a merced de un click, y luego por aquello de las épocas: uno vive en el siglo XXI y se acabó, o te le encaramas o te aplasta. Pero la verdad sea dicha, las teclas y los microchips terminan por crear ámbitos paralelos, algo así como una realidad abstracta que, a falta de mejor nombre, los entendidos llamaron virtual. No se equivocaron.
Aparte de lo meramente utilitario, una librería en la red tiene mucho de dos más dos son cuatro, de cálculo planchado e impecable, de inmaculada asepsia. El polvillo de las obras viejas no se te mete en la nariz, por la sencilla razón de que a la velocidad de la luz, que es a la que se mueven las computadoras, el tiempo es harina de costales diferentes. No hay polilla que moleste, ni páginas amarillentas donde siete u ocho décadas quepan en las palmas de las manos. Una librería de libros viejos es una librería de libros viejos, y eso basta. Lo que se levanta ante los ojos, sin embargo, es en la pantalla tan actual, moderno, colorido y bien trajeado que sólo luego, cuando el ejemplar atravesó medio mundo para llegar a tus dominios, confirmas lo que ya sabías: ante ti se desparrama la cascada de los años, ahora sí que te acaricia la piel de un reloj de arena pulverizado en palabras. El texto que buscabas, roto el hechizo de esa pompa de jabón con sello Microsoft, muestra sin pudores sus poros, sus telarañas y sus pliegues, y lo ves en carne y huesos.
Cuando tengo la oportunidad entro sin pensarlo a una librería de éstas, de la vida real, monda y lironda. Las hay en Caracas, en Mérida, en Barquisimeto, en Maracaibo, aquí en Quito. También hubo una en Puerto Ordaz. La vida real, que juega al gato y al ratón hasta los límites de la saciedad o del absurdo, que sin ningún miramiento explota aquí como una primavera, cuela entonces los olores, texturas, colores, sonidos, matices, certezas y dudas. He podido encontrar en ellas títulos raros o ejemplares agotados, cómo no, pero también otras historias que se adhieren como una segunda piel al libro que termino por llevarme entre los brazos. En una edición desvencijada de Becquer y sus “Rimas”, aprovechando a su manera el texto impreso más allá de lo habitual, un enamorado, por ejemplo, se entregó al diálogo amoroso con quien supongo fue destinataria de esa obra, ve tú a saber por cuáles azares del destino elegida por mi olfato e intereses muchos años después: “Lástima que yo no haya hecho esos versos que siguen. Sin embargo, te los dedico ahora y siempre”. O: “Con todo el corazón te regalo esta rima; léela con detenimiento y ya sabrás por qué”.
En otras ocasiones basta una firma escondida entre las primeras hojas, como ésta, muy tímida, hermosa y con trazo casi gótico, hallada en “Todos los fuegos el fuego“, de Cortázar: “Miguel A. Zaragüita. Caracas. 8/10/69”. Basta, digo, porque uno se imagina de seguidas los recovecos de la vida, ciertos extraños laberintos atravesados en todos los caminos desde el preciso instante en que esa rúbrica fue tinta fresca y hasta que vino a parar, mira qué cosas, a un estante de mi biblioteca.
Hay una diferencia colosal entre la vida y una máquina, no cabe duda. Yo prefiero ensuciarme los dedos, prefiero el olor del papel acuchillado por los días al rostro maquillado que dejan entrever los libros viejos desde los escaparates de una librería virtual.
Cada quien con sus vainas, puedes argüir con propiedad. Y te doy toda la razón.