EL OTRO ESPEJO
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hay quienes piensan que ver es abrir los ojos y contemplar el panorama, pero la verdad es que éste es un verbo indócil por donde lo mires. Claro está, levantas los párpados y miras, ves las nubes en el cielo o a tu tía Berenice dándose fresco con el abanico, pero yo hablo aquí de otras rutas menos evidentes. Voy a tratar de explicarme.
Guardo objetos en mi casa que han estado conmigo (o yo con ellos, o ambas cosas, vaya uno a saber) desde que tengo uso de razón. Primero en la de mis padres y luego en la mía. Ése fue el camino andado. Trozos de memoria en plena cotidianidad, petrificados, guiñándome un ojo cada vez que nos topamos frente a frente. Un juego de tazas de café, una polvera de cristal que mi abuela usaba a diario luego de su ducha, un estuche de madera para guardar puros, siempre sobre el tramo inferior de una mesa de ratán. Después de tantos años, cada vez que los observo en dos o tres lugares que mis manos y el azar inventaron para ellos, se enciende el mecanismo que desencadena imágenes, olores, escenas resucitadas en muchas ocasiones del modo menos oportuno. Una visita, pongo por caso. Estamos en la sala charlando alegremente sobre la vida y entonces miro de reojo la caja de madera que asoma su timidez desde lo alto de la biblioteca. Nada qué decir, las opiniones del señor Alfredo se convierten en ecos de una realidad perdida, los gestos de doña Paula, su simpática mujer, son ya material de fondo gelatinoso, una puesta en escena sin importancia porque mi padre enciende su tabaco con aquél gesto de desenfado que ya a mis ocho años era la más viva muestra de que el disfrute total, la felicidad entera metida en un instante podía existir aunque a veces no lo pareciera, y sí, mi padre enciende su puro, da bocanadas, me relaja y me divierte y es magia absoluta el humo saliendo de su boca. Casi sin darme cuenta sus manos manipulan otra vez la caja de fósforos, sacan un nuevo palillo, lo encienden, mientras a la velocidad del rayo acercan esa antorcha hasta el cigarro. Queda el aroma, queda una nube azulísima, queda, sobre el cojín del sofá, un atado de tabacos Caporal que luego irá al bolsillo de una camisa verde aceitunada. Paula termina, o continúa, qué voy a saber yo, sus disquisiciones sobre la inflación, los impuestos y el puto gobierno y noto que me mira como a bicho raro, y su marido, el buen Alfredo, y todos, completamente todos, verdaderos entomólogos con malas pulgas contemplando al octópodo que yace enfrente.
Recuerdo con precisión gestos, sensaciones, inflexiones de voz, ciertos brillos de pupila. Vienen diálogos enteros, extraños pero vivos, alrededor de esos objetos. Veo a mi madre limpiándolos con un paño, pasándoles la mano, soplando aquí y allá, a mi abuela recién salida del baño con manchas blanquecinas de polvo Jean Marie Farine en el cuello. Todo regresa al instante, todo entremezclado y ordenado a la vez. Esos objetos están aquí pero no están, son la prueba fehaciente de que también somos lo que recordamos, y lo que recordamos viene empaquetado en cápsulas que a veces te rodean como si fueses una isla en plena rutina de una mañana de un jueves. Es mentira que la realidad es hoy, es falso que el presente es todo cuanto tienes. Me da la impresión de que lo real es una maraña de convenciones, de accidentes infinitos, de presentes y pasados e incluso futuros. Es un puñado de memoria o de anhelos o de sueños entremezclados con mucha duermevela. Cortázar lo percibió sin dudas: “Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja de sueño”. Menuda puntería.
La polvera, el juego de tazas de café, están ahí, reciben mi reflejo, rasguñan, escarban en los muros que uno termina por llegar a ser hasta dar con esas piezas, fósiles que llevamos dentro, porque somos muro y somos asimismo lechos incrustados de amonitas, rocas del Terciario, huesos petrificados y otros misterios por el estilo.
Mucha gente jura que mirar es abrir los ojos y contemplar el panorama. Pues ahora que lo pienso tienen toda la razón, sólo que ver implica entonces asomarse a un abismo que produce vértigo, tan grande que estás cogido por el cuello, obligado a vislumbrar otros asuntos, además del mencionado panorama. Ciertos objetos, en mi casa, son una especie rara en el gigantesco muestrario de cosas que suele uno arrinconar en sus estancias. Yo lo sé y ellos lo saben. Un modo de mirarme en espejos diferentes. Eso es.