EL HOMBRE QUE ORINÓ EN LA ESQUINA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
A lo mejor me estoy poniendo viejo, pero últimamente he visto a muchos con la bragueta abierta arrojando orín como si nada en las esquinas. Y la verdad es que me toca los cojones el asunto.
Voy en el carro, mi hija ocupa el asiento de atrás. En plena calle un tipo se pone de frente a la pared y descarga la vejiga, se deleita contemplando el chorro, para él no hay diferencias entre la poceta y la avenida. La niña pregunta a quemarropa: papá, ¿qué hace ese señor ahí? Entonces, porque deseo darle la espalda a la cuestión, invento una de Disney mientras el retrovisor recoge a un perfecto hijo de puta guardándose el miembro, feliz luego de mearse en el alma tuya, mía, de todos.
Tengo la impresión de que los años van haciendo su trabajo conmigo. Tiempito atrás me hubiese limitado a observar la escena, a mascullar entre dientes ojalá que se te pudra el pito, so cabrón, y pues nada, a seguir mi camino con Michael Bublé desde el estéreo y su You and I, que vale la pena escuchar sin mayores perturbaciones. Pero ahora me revienta a la ene, me quema la sangre el atrevimiento de un vago y un inútil, hasta las narices de cerveza, orinando en la vía pública porque aquí estoy yo si no me han visto.
Antes había un poco de respeto, cuando menos. En los tiempos de mi abuela o de mis padres valían más tu nombre y tus acciones que todo el oro de este mundo y eso fue lo que bebí en la casa, desde que era un tripón creyéndome inmortal y joven para siempre, y eso fue lo que aprendí en la escuela, porque de nada sirve que te llamen señor o doctor o lo que sea si terminas convertido en un patán y un sirvengüenza. Pero como les venía diciendo, me invento una de Disney, continúo la marcha observando en el espejo la imagen que se repite dos o tres veces por semana y hay que ver, todo bien gracias, es que somos tan modernos y tan siglo XXI que un tipo rociando úrea pantalón abajo en los jardines de la acera es súper cool y es cosa de los nuevos tiempos.
Imagino, mientras el retrovisor pone al alcance de la mano a este señor que sigue su camino vacío de orín y eructando cervezas, que se detiene un carro de la policía, que le dicen al oído oye, capullo, ¿dónde aprendiste a satisfacer públicamente tus necesidades?, y entonces lo agarran por los huevos alzándolo en peso para echarlo al fondo de la jaula. E imagino también que en las mazmorras el caballero en cuestión aprende, vía sus colegas de pernocta, a utilizar un urinario, a hacerlo en privado, en el baño pues, como Dios manda, y hasta a bajar la palanquita.
Pero dejo de pensar. Enfrente un semáforo cambia de amarillo a rojo. Me detengo. Los vendedores de espejitos saltan a la vía, los saltimbanquis reanudan su función y el hombre que orinó en la esquina dos cuadras atrás se pierde feliz, cantando a lo lejos.