NATURALEZAS MUERTAS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Siempre he preferido la vida. Será por eso que no logro explicarme la pasión de un amigo por coleccionar mariposas, clavaditas ellas y demás con alfileres de colores en el fondo de una caja que huele a naftalina.

    Mi buen amigo afirma que es naturalista. A todas estas, me pongo a pensar en semejante adjetivo y sólo vislumbro a un tipo que va al parque a merodear, come galletas Kraker Bran y sacrifica mariposas cuyas alas extiende en su particular cementerio de animales.

    Mientras escribo recuerdo instantes de mi infancia, flashes que llegan a la memoria como martillazos, secos e intensos, y me veo comprando barajitas. La naturaleza, que de niño suponía, y por fortuna supongo todavía impregnada de sol, aire libre, montañas azules y mariposas zigzagueando sobre el pasto, si a ver vamos cabía en cromos que irían a parar, obviando alfileres de por medio, en el santo lugar de un álbum de figuritas. Nuestras colecciones eran eso: el dibujo o la fotografía que enseñaba las fauces de un león o el cuello ridículamente inmenso de alguna jirafa. Menuda diferencia con el naturalista de marras.

    Pero mi amigo tiene sus ocurrencias. Una de ellas es que el cementerio sirve para conocer mejor a esas criaturas. Dime tú. Yo solamente frunzo el ceño. No sé, huele muy mal tamaña justificación, tiene pinta de una burda excusa como otras. Lo cierto es que la caja que huele a naftalina ocupa lugar privilegiado en la sala de su casa, y como un florero más, o una pintura o una obra de Lladró, pasa los días expuesta a la mirada de curiosos, de gente que ve en la crucifixión de mariposas un exotismo digno del naturalista que traga Kraker Bran, quiere a los perros como a nadie y apoya con vehemencia el protocolo de Kioto. Me da por pensar que a estas alturas mi amigo, más que un inocente amante de lo natural y otras cantaletas por el estilo, tiene cierto parecido, por eso de asesinar en serie, con el más famoso entre famosos, con el señor Jack, el mismísimo Destripador.

    Repito, siempre he preferido la vida. Entonces tengo la impresión de que una mariposa o un saltamontes o un batracio, incluso una sanguijuela, son milagros que aporrean los ojos precisamente por milagros, por chorros de vitalidad, y ahí están, al alcance de la mano. Así como un poro de la piel, en su humilde existencia, en su aparente insignificancia, encierra nada menos que una clase magistral de poesía, cualquier mariposa es un soneto gongoriano volador, una pieza literaria alada, un aria de cualquier ópera que se respete incrustada de pie a cabeza en pocos milímetros de colorido y perfección, por lo que destriparla vía alfileres me parece la barbarie personificada en naturalista más que venido a menos. En fin, cada loco con su tema. Unos atraviesan cuerpos vivos para satisfacer afanes decorativos en los salones de sus casas y otros se meten a vegetarianos. Vaya que hay de todo.

    Mi amigo naturalista jura por su madre que es amante de la naturaleza. El otro día me hizo llegar un documento para que lo leyera y suscribiera, contándome entre los abajo firmantes. Una proclama a favor del morrocoy guayanés, que está en vías de extinción y blablablá. Su rúbrica encabezaba el manuscrito, seguida de otras, supongo que de naturalistas y no tan naturalistas. Firmé, claro, y luego me encogí de hombros. Una certeza atravesó mis neuronas: el buenazo de mi amigo, por más firmas en comunicados o palmaditas que dé a sus perros antes de salir para el trabajo, es un verdadero amante, sí, pero de las naturalezas muertas.

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