UN HOMBRE FELIZ

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Subía por la avenida 4 cuando me percaté de que no tenía cabeza. Así como lo lees: no tenía cabeza.

    El susto fue mayúsculo. No daba crédito al reflejo de las vidrieras cuando pasaba frente a ellas. Ante mí avanzaba un tronco, un par de piernas, unos brazos que se movían acompasados, pero sin la presencia de esa protuberancia unida al cuello donde van a parar ojos, nariz orejas y, en fin, eso que llamamos rostro. Entonces me detuve frente a los ventanales del Cine Park con la esperanza de tranquilizarme, de recuperar el aire que a todas luces me faltaba.

    Me pellizqué, me froté la cara con las manos. Ahí entendí que era definitivo. Me había transformado en poco menos que un engendro. Lo que llegué a contemplar ante la gran ventana de cristal, incrédulo y estupefacto, era un monstruo. Decir que me froté la cara con las manos es decir una mentira, claro. Por mucho que intenté dar con ella únicamente lancé manotazos ahogados en vacío sin lógica como explicación. No lograba controlar las piernas, sentí náuseas, lloré. A todas éstas, lleno de pánico y casi a punto de perder el juicio, logré examinar mejor mi situación, intenté ganar algo de calma para analizar con cierta lucidez todo cuanto me ocurría. La calle no se me antojó el mejor de los lugares para escrutar el sitio de mi anatomía en el que debería hallarse mi cabeza. Fue entonces cuando pensé de pronto en Jaramillo.

    El viejo Jaramillo tenía un café sucio, mal iluminado y peor ventilado a pocos pasos del cine. Bastaba cruzar la calle, bajar unos metros en dirección al viaducto de la 56, y darse de bruces con el lugarejo, que dicho sea de paso carecía de nombre, de anuncio que fungiera como identificación, de algo que al fin y al cabo supusiera un gancho a la hora de atraer clientes.     Jaramillo tenía su cuchitril casi al lado del San Eduvigis, otro café, este sí uno como Dios manda, lleno de coquetas, pulquérrimas mesas con manteles impecables y oloroso a grano colombiano en el que oficinistas, transeúntes más o menos apurados y chicas lo que se dice guapas sacrificaban el tiempo sin más recompensa que ver pasar la vida. Pero no nos dispersemos. La cuestión es que me vino a la mente -iba a decir a la cabeza, qué ironía- Jaramillo porque recordé el espejo que en el baño de ese antro serviría para mis fines. Decidí encerrarme para escudriñarme sin molestias, sin gente alrededor, sin la calle como acompañante.

    Llegué al café, dije hola entre dientes, caminé hasta el fondo del pasillo y en la desesperación casi dejo las sienes -¡las sienes, las sienes!- en la puertecilla del baño, cosa de lo más curiosa porque aún sin el menor rastro de cuello o de cabeza actuaba, pensaba y podría decirse que hasta sentía como si dispusiera de ella, como si nada hubiera ocurrido. Giré apurado el mango y me introduje. Ya adentro aflojé la corbata, hice el maletín a un lado e intenté verme de frente.

    Nada. No había nada. Un golpe de horror me acribilló otra vez el pecho. Sentí las lágrimas salir sin medida ni control, el cosquilleo sutil en su camino a través de las mejillas. Entonces traté de consolarme. Recuerdo que recé en voz alta un Padrenuestro, luego un Ave María, que resultaron apaciguadores. Pude verlo todo con algo más de nitidez. Fue en ese punto cuando reconsideré mi estado, ya no tan perdido como juraba en un principio.

    Pensé en Kafka, en el pobre Gregorio Samsa convertido de buenas a primeras, sin ninguna explicación, en vulgar bicho, en un insecto repugnante. Pensé además en las historias de Indias, esas leyendas que tanto había leído desde la adolescencia. Vislumbré con claridad las enigmáticas ilustraciones de un libro que prácticamente había olvidado, uno de Mandeville en el que seres descabezados habitaban la vieja Guayana en los lejanos tiempos de Colón. Sir Walter Raleigh creyó haberlos encontrado, según refiere Vladimir Acosta en El continente prodigioso, llevado a la imprenta por la Universidad Central de Venezuela hace ya tiempo. Un prodigio, eso era. Y un prodigio, pues, acabó siendo mi nueva realidad.

    Me sentí expulsado de un imaginario medieval que, más que imaginario, resultó una concreción verídica, tan real como el hecho de que hoy en día sea un hombre sin cabeza. Mi condición y el lugar de donde vengo no dejan lugar para las dudas, asunto que trae a cuento cierta pesadez, cierta irresoluble confusión, típica de las cosas que están ahí, que existen, que te agarran por el cuello y te obligan a fruncir el ceño, pero que no comprendes ni puedes desentrañar jamás del todo. Yo encarno el paso a un mundo que antes sólo hallaba en las páginas de Julio Verne, de un H.G. Wells o de un Salgari en sus mejores obras, y tal verdad me convierte en alguien que no asimilarás ni en sueños.

    Como por acto de magia se esfumaron los temores. El acéfalo que desde ese instante fui vive ocupado en otras cosas, tan o más interesantes, e incluso fascinantes, que las ejercidas por un sencillo profesor de universidad, ocupación que era mi oficio hasta aquella fecha memorable, al punto de que en el presente resultaría terrible, impensable, tristísimo además, retroceder a mi antigua vida, tan gris, tan predecible, tan llena del lugar común que define a los humanos. Esta es mi historia y es una historia de alegrías. He logrado ser, quién lo hubiera sospechado, un hombre de verdad feliz.

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