AL FILO DE LA MEMORIA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Termino el día en la universidad y camino a casa. A las pocas cuadras me desvío para entrar al Sweet and Coffee de la 12 de Octubre. Macchiato, tabaco, agua mineral y Persona non grata, de Jorge Edwards, página noventa y tres.

    Una mujer entrada en años se apoya en un bastón mientras otra, bastante menor a quien imagino su hija, la toma por el brazo. Se acercan a la mesa contigua, se sientan, conversan con tranquilidad. Me conmueve la forma, el modo como la más joven, cargada de afecto, se aproxima lo suficiente para que la escuche mejor. Detallo sus ademanes, sus gestos nobles, noto la complacencia de las dos a medida que pasan los minutos en una especie de cápsula que las encierra, que las acoge y aísla del contexto y su infinidad de circunstancias.

    Frente a mí, a pocos pasos de la terraza en que me encuentro, observo la fachada, la puerta de entrada, el interior bien iluminado de una farmacia que he frecuentado mucho en el pasado. La visité mientras vivía mi madre, anciana y enferma, para hacerme con sus medicamentos.

    Doy un sorbo a la taza de café y doy también una chupada al pequeño puro que he encendido y que hace rato se consume entre los dedos. A mi espalda la voz de una niña se escucha cada vez más cerca. Dos adultos la acompañan vestidos de domingo soleado aunque se trata de jueves con mal tiempo: pantalones cortos, zapatos deportivos, franela con la insignia de los Yankees. Saludan a mis vecinas, se abrazan, se obsequian los cariños de rigor. La niña salta de emoción, el señor y la señora cogen unas sillas y se ponen cómodos, y yo me veo en casa, me veo años atrás junto a la familia en encuentros parecidos, asunto que aterriza en imágenes cargadas de un sfumato digno del mejor Masaccio.

    La farmacia y los señores de la mesa son el disparador de cuanto llega primero a cuentagotas y luego a modo de avalancha. Voces, ruidos, sensaciones. Décadas idas y años recientes también despachados al contenedor de la memoria caben a su manera por las hendijas de la entrevisión, es decir, por las paredes agrietadas de la puesta en escena que ocurre ante mí y que, lo confieso con honestidad, no quiero que termine. Mi madre en cama, fragilidad sin disimulo que taladra la habitación en la que está, a sus noventa y tantos. Mi madre, otrora fuerza inesquivable, vendaval, lógica consecuencia en alguien que sacaba adelante todo, que lo abarcaba todo, que lo abrazaba todo.

    Una farmacia, jeringas, algodones, olores inconfundibles. Luz, luz muy blanca que trae a colación cierta asepsia de quirófano. Farmacia sinónimo de postración, de últimos años sin regreso, especie de telón de fondo que arroja y deja ver el combate que también tú y yo libraremos antes o después, cara y contracara de la vida y de la muerte. Una farmacia a dos pasos de la mesa de enfrente. Una farmacia, un bastón, una niña, unos señores, y madre e hija que construyen muecas para espantar horas finales.

    Doy otra chupada, lanzo una bocanada, me veo ahí, casi al lado, en la mesa que jamás mi madre y yo llegamos a ocupar. Ambos en diálogo imposible: su brazo sosteniéndose en el mío, té para ella, lo de siempre para mí. La farmacia a un paso de nosotros, ahora vaciada de memorias, un lugar como cualquiera, sin huella en mi retina porque no la he frecuentado a tiempos o destiempos.

    Entonces recobro mi presente, café, tabaco, Persona non grata, de Jorge Edwards, página noventa y tres. Volutas de reminiscencias y volutas de Davidoff, cada una con su aroma y cada cual en su lugar. Luego cenizas, golpe de vacío, imágenes al vuelo. Doy el último sorbo a mi café, pido la cuenta, pago y me alejo con la mochila a cuestas.

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