MI BAÑO Y YO
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Ir al baño es un rito indispensable. Más allá de lavarse los dientes o las manos, por encima del aseo en cualquiera de sus manifestaciones, el baño es la catedral del regocijo, un espacio aparte donde todo se dispone para la quietud, para los ratos de silencio cuando únicamente es preciso acabar con la rutina, con el bullicioso ir y venir de la cotidianidad.
Sentados, cómodamente sentados en el altar de los dioses, el baño se transforma en un espacio paralelo. Es el rincón sagrado de mi casa, punto sobre el que converge todo el hieratismo de quien va en busca de la Piedra Filosofal, y esperanza de los que persiguen ciertas soluciones luego de ablandarlas a fuerza de cálculo puro y duro, de montañas de neuronas.
En el baño de mi casa he arreglado el mundo. Nada menos. Ahí hallé las mil y una formas de despachar dolores de cabeza. Le salí al paso a trabas de múltiples pelajes. El baño de mi casa es un Olimpo situado a un lado de la sala en el que vaya usted a saber cómo y por qué, todo invita al recogimiento filosófico, al encuentro con la verdad, a la superación de los males, es decir, a la alegría monda y lironda.
Tengo un amigo que juega al ajedrez para espantar sobresaltos, y otro al que le da por sudar la gota gorda corriendo en las mañanas con el noble fin de despejar la mente, oxigenarse, dar en el clavo a la hora de alejar entuertos. Qué va, nada mejor que ir al baño. Claro, los hay atorrantes, despreciables por donde los veas, como los de carretera o los de ciertos restaurantes, que si te metes en ellos mueres asfixiado o septisémico. Pero el mío es el Oráculo de Delfos en pleno siglo XXI. No existe templo para el pensamiento, para el funcionamiento de la materia gris, más efectivo que esas cuatro paredes a manera de nave central, cuyo altar uso a diario para la limpieza del cuerpo y del espíritu. Un lavamanos, una ducha y la poceta, ¡ah, la poceta! Qué no hubieran arrojado al mundo, aparte de sus cargas intestinales, San Agustín o San Anselmo, Sócrates, Platón o Aristóteles.
Yo, entre el batiburrillo de todos los días y ese rincón para echarse a placer que con toda razón reclamamos porque de otro modo iríamos directo al manicomio, escogí hace años la Capilla Sixtina que es el bueno de mi baño. Ahí me abro a la comprensión y a la contemplación, al pensamiento, a la soledad y a la razón, a la duda y al método para vencerla.
Entre National Geographic y algunos cómics -a mis quince Playboy yacía oculta debajo del bidé-, abriéndose paso junto al papel tualé y una cestita con flores que mi esposa ubicó encima del tanque, unos ejemplares -cuentos y novelas- esperan con resignación su turno para ser abiertos, acaso leídos, hojeados cuando menos mientras se vacían las tripas y aparece in crescendo la atmósfera perfecta para entender la vida y sus misterios, y por supuesto disfrutarla.
Mi baño es la filosofía hecha hogar, nicho, ámbito sagrado, sitio de peregrinaje. Un universo paralelo al trajinado, tan pedestre, que va siendo el resto de la casa. Ahí cabe la felicidad sin fin y sin medida.