FANTASMAS ENTRE NOSOTROS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Me gusta lanzarme a la calle y salir de cacería. A las librerías de viejo, claro, que siguiendo a Borges a propósito de las bibliotecas, son también variantes del Paraíso.
Una librería de viejo supone el alter ego de seres cuyas almas anidaron en páginas amarillentas. Ahí, sobre el papel, se acurrucan entre el polvillo que te carcome la nariz y las ideas que hacen vida a sus anchas las marcas que otros dejaron con el resaltador, con el bolígrafo, con las notas garabateadas al margen y con dibujos que expresaron sístoles y diástoles en su momento.
En esos templos del tiempo empaquetado en anaqueles, llegué a entender cómo los minuteros acaban desguazados, entre otras razones porque la literatura es rutilante ejemplo de la relatividad que nos parte de cabo a rabo la existencia. Aunque los libros no son la vida, la vida entra en ellos como una mano en un guante, de modo que mil experiencias, mil peripecias y mil extraordinarias aventuras pueden hallar su lugar en las doce páginas de un cuento, mira qué cosas. Tenía diez años cuando lo comprobé, así que desde semejante hallazgo me convertí en letraherido.
Con Camila, con Daniel, recorrer estos santuarios equivale a travesía por el atrayente Misisipi. O a una expedición al Himalaya, o a navegar los siete mares o a volar más de cinco semanas en globo. Escoge tú. Lo cierto es que cada vez que atravesamos el piso embaldosado de la Librería Luz en el centro de Quito, o llegamos a la Librería de la Foch en la calle de idéntico nombre, como sugería arriba los relojes vuelan en pedazos. Y no es para menos.
Si los fantasmas existen o no, es asunto de cómo lo veas. Una librería de viejo me resulta sin lugar a dudas el recaladero de espíritus inconformes que para qué decir no, si sí. Las historias desencarnadas que Verne, Salgari, Goethe o Cortázar llevaron a la hoja en blanco son la versión afantasmada de cuanto pulula en el limbo de sus páginas. Entonces es necesaria tu presencia para escuchar las voces, bullicios, afirmaciones y lamentos metidos ahí, de tal manera que terminas siendo médium aunque jamás lo hubieras sospechado.
En cuanto a mí, sé muy bien que las librerías de viejo albergan al sauce llorón que permite trascender el aquí y ahora de una única vida, es decir, en ellas nadan a placer las múltiples versiones de toda existencia humana -tú vicario de ellas- y las entrecruzadas posibilidades de tantas experiencias que nunca vas a saborear en la línea temporal, finita, que te endosaron al nacer. Una librería de viejo, hay que ver, es el aleph borgeano metido de cabeza entre pasillos, mostradores, portadas y contraportadas, anaqueles, papel, tinta e imaginación.
Y ahí, en la página ochenta o en la doscientos cuarenta y seis hallarás también otros fantasmas, apócrifos, secretos, que arrastran sus cadenas por márgenes y esquinas en folios a los que pertenecen para siempre. En cualquier entrelínea, en cualquier nota al pie, en cualquier párrafo que brilla subrayado, justo en esos sitios deambulan translúcidas apariciones de quienes estuvieron primero, leyeron antes que tú y tomaron notas hace mucho o hace poco.
Una librería de viejo cabe en la palma de la mano, se cuela en tus entrañas, da brinquitos entre bronquios y pulmones para de seguidas hacer tienda en la costumbre, en el hábito, en el regusto y el placer que va siendo mejor, siempre mejor, compartir con los demás. Vaya modo, dime tú si no, de sembrarse en lo que eres.