SOLOS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Somos gregarios y esa es una verdad incuestionable. La manada humana está ahí, cada vez más junta pero no revuelta, de modo que existen almas solas como la una incluso en megalópolis que te dan vértigo.
Una cosa es la conciencia del otro, llevar en las entrañas un saber y su respectiva práctica a propósito de los lazos que nos unen como especie, como seres capaces de cultivar eso que llaman empatía, y otra distinta es valorar el hecho de estar solos. Lo que soy yo, desde que tengo uso de razón he privilegiado el silencio, pongo por caso, que es una variante de la soledad, primero por la agradable sensación de sentirlo y desentrañar cómo es estar con uno mismo, y luego ya por cuestiones de manías, costumbres, formas de plantarse en este perro mundo.
Conozco a muchos incapaces de espantar el ruido. Supongo que la velocidad de una vida saturada de haceres, de haceres y más haceres, siembra ante la quietud de una sala o de un día sin nadie al lado el atavismo, ese terror que nos devuelve a las cavernas. Entonces enciendes las luces de la cocina, de tu habitación y la contigua, y enciendes la radio y la tele porque escuchar lo que tienes que decirte cuando no hay alrededor más voces que la tuya implica un mazazo que no, que por nada, que ni se te ocurra imaginarlo.
Existen espejismos. Maneras de darle un garrotazo a la introspección, primita hermana de la soledad. En el desierto o en el bullicio citadino, pero espejismos, imágenes ficticias al fin. Lo que soy yo, vuelvo y digo, prefiero barruntar el diálogo que poco a poco establezco con ese que voy siendo, al punto de que cruzo la línea de meta para convertirme en solitario irredimible.
Sin confusiones, por supuesto. Que una cosa no quita a la otra gracias a que también disfruto de quien se encuentra al lado, con las necesarias excepciones de rigor. Es que si existe algo que enseña es la maestra soledad, capaz de aplastarte cuando menos lo esperes por eso de que terminas en pelotas, desnudo, y te enjabona, te viste otra vez y te patea las veces que le dé la gana sólo para sentar presencia. Saber vivir con otros y saborear también la soledad es un arte que exige labor de filigrana.
Es una gran maestra y yo me esfuerzo por ser alumno regular. Entonces termina uno por cultivar ciertos gustos, particulares mañas, alguna sensibilidad a la hora de transitar el camino que jamás habría soñado de no echarme a placer en brazos de semejante dama. Una señora que observa de reojo al tifón efervescente de estos días y qué más da, sigue en sus rincones lista para cuando toque otra vez levantarle la falda. Estar solo, estar acompañado, la verdad es que acaba por convertirse en animal mordiéndose la cola, y de ambos universos emerge la felicidad, el hecho de pasar de un ámbito a otro que se contienen entre sí.
Si la soledad se parece a un armario en el que te encierras y juegas y enciendes un fósforo para darte luz, pues entre ese lugar y tú yace un centímetro o un año luz de distancia. Tú decides. Mientras, el mundo continúa en lo suyo, vuelta y vuelta, como si el armario fuese nada más que eso, un armario.