UN DÍA TRANQUILO
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Pasa una muchacha con el ombligo al descubierto. En este café la vida es efervescencia, algo así como agua en ebullición. Pasa tranquila, sin percatarse de que ha aumentado el hervidero. La muchacha con el jeans ceñido, los zapatos deportivos, el bolso al hombro y el ombligo al descubierto coge por los cuernos al toro de las miradas y se mete en el bolsillo todos los niveles de testosterona, los ojos lúbricos, la tremenda magnitud de los deseos.
Pensé que iba a ser éste un día tranquilo. De la taza de café a la revista Letras Libres, del teléfono que se mantiene en silencio al humo de cigarros entremezclados con aceite de frituras. La muchacha del ombligo al descubierto es en realidad una tromba marina, y después de ella sólo hay que recoger los vidrios rotos.
Qué cosas. Uno cree algo, uno cree por ejemplo que un día tranquilo cuadra perfecto en la planificación inocente que se lleva a cabo allá, en las cavernas de la imaginación, pero resulta que la vida tiene sus meandros, acata con fuerza los dictados de un cuerpo de infarto coronado por un ombligo y su plena desnudez. Nada rebuscado, redondo y perfecto, el de esta chica asoma equidistante del botón metálico del pantalón y la línea suave, como una caricia, donde acaba la blusa semitransparente.
Esta mujer con el ombligo al descubierto es cualquier cosa menos una mujer con el ombligo al descubierto. Perdón, no es cualquier cosa, es un volcán, y ahora la mayoría estamos patitiesos, patidifuás, patas arriba o como quiera que se llame esto de permanecer quemados vivos, bañados en lava, arrasados por un Vesubio de estos tiempos en la Pompeya que llegó a ser este café.
De un día tranquilo se elevan las cenizas. Quién lo hubiera imaginado: levantarse temprano, tomar el jugo de costumbre, comprar los periódicos, comprar una revista, y luego la estocada, el barullo del ombligo sobre las caderas que arrasaron con un café de pueblo en pleno día soleado. Como para coger palco.
Un ombligo al descubierto tiene mucho de puerta semiabierta. Entonces llega uno y da el empujoncito que faltaba para que la escena cobre el tamaño de cada sueño húmedo, de un chorro de adrenalina, de cada feromona trocada en alimento para el inconsciente. Pregúntele al doctor Freud. El café, a estas alturas, no es más que un museo de las pasiones, esas señoras reprimidas que danzan como si nada entre vigilia y duermevela. Pregúntaselo al de la mesa tres, pregúntamelo a mí.
Un día tranquilo termina siendo el embrollo hecho cuerpo modelado por los dioses. Un día tranquilo, viéndolo bien, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Es mil veces preferible, desde luego, la quietud a cuestas de un café como cualquiera.