EL ENIGMA DE LAS PUERTAS GIRATORIAS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Una puerta giratoria es un enigma. Pensadas para rotar trescientos sesenta grados, el eterno retorno marcó siempre su consigna. Salir de A y aterrizar en A, menudo viaje en círculo perfecto.
Durante mi niñez hubo un tiempo en el que no muy lejos de casa cierta puerta giratoria hizo de las suyas. Caminar frente a ella de la mano de mamá siempre me produjo ensoñaciones de todos los pelajes. Era una puerta alta, redonda, parecida a cualquier cosa menos a una puerta, orgullosa entrada y salida de una tienda con el evocativo nombre de “El Vergel”.
Las puertas del Paraíso, tan extrañas a los ojos de un chiquillo, fue algún día tema de charla en el colegio, por lo que una convicción irrumpió de golpe en mi cabeza: las giratorias y las del cielo tendrían que ser las mismas, todo gracias al punto de fuga que sin dudas las unía, es decir, su ambigüedad compartida, su rareza única e inexplicable y su semblante extramundano a cuestas. Sí, la de aquella tienda y las del Paraíso, juraba que una puerta para ambos espacios.
Entonces tuve la necesidad de descubrirlo todo. No conocía la tienda de esta historia y estaba harto de mirarla, de observarla con el corazón en la boca mientras andaba con mi madre, por lo que decidí salir, escabullirme a hurtadillas, avanzar las doce cuadras que nos separaban y entonces echarle un vistazo al más allá. Así es, al más allá.
Un jueves a las tres ocurrió la aventura. Corrí para llegar más rápido, me vi de pronto ante la fachada y ahí, en su eterno movimiento circular, estaba como siempre. Me acerqué, aplasté el rostro contra los cristales oscuros y vi. O mejor, quise ver. Pese a todos mis esfuerzos una pared negra lo impidió. Confieso que la rabia, entremezclada con la decepción, me chorreaba por los poros. De pie frente a la puerta esperé sin hacer nada un tiempo que me pareció infinito.
En cuanto a mí, el hombre que voy siendo, una puerta giratoria tiene mucho en común con una lavadora o con un escaparate. ¿Qué secreto guardan en el fondo? ¿Dónde finalizan sus abismos? Una puerta giratoria, una lavadora y un escaparate son primos hermanos a la hora de tragarse parte de la realidad en la que chapoteamos: medias, monedas o sostenes la segunda, prendas de diversa índole y objetos grandes y pequeños el tercero, personas enteras la primera. Pero no disgreguemos que esto es materia para otro momento. Volvamos por favor a nuestro asunto.
Decía arriba que permanecí frente a la puerta y en la espera estuve no sé cuánto tiempo. Luego volví a casa y el regaño fue de antología. El sentimiento de fracaso me empapó como si de un aguacero que te sorprende sin paraguas se tratase. Pregunté a mi madre acerca del enigma que devoraba mis entrañas, quise obtener soluciones, aproximarme a alguna explicación, pero su respuesta acabó por aplastarme la autoestima. Sólo ordenó, con cara de pocos amigos, pisar tierra y papar menos moscas. Para peor cosa mis amigos fruncieron el ceño cuando les referí lo que ocurría. Me miraron como a bicho raro y sonrieron, sonrieron bastante, con sonrisas a modo de cañón que apunta sin misericordia al blanco fácil, al lunático de la clase.
Días después, en el curso de artística, la profesora mostró una foto del Baptisterio de Florencia. La puerta de entrada, según contó, era la puerta del Paraíso. Me pareció tan común, tan pedestre, tan puerta como cualquier otra. Con timidez alcé la mano y pregunté si habría la posibilidad de que existiese otra, pero ella lo negó de plano.
El único modo de averiguarlo, de conocer la verdad, exigió llenarme de valor y atreverme por segunda vez a ir a la tienda. Escapar, lanzarme a la calle, jugarme un lío como jamás antes. Eso fue lo que emprendí sin meditarlo un instante. El domingo en horas de misa dije que iría a la Iglesia -quedaba a media cuadra de la casa-. Corrí hasta la tienda y llegué contento, sudoroso. “El vergel”, se leía en el cartel de la fachada. Empujé con fuerza, giré y giré y giré no sé cuántas veces y no sé por cuánto tiempo en aquel vientre de hierros y cristales y al salir, al sentirme liberado, tropecé con aquella realidad. Ni más ni menos, el Paraíso era tal como lo había pensado, idéntico a como lo imaginaba.