CAFÉS, VIDA Y LITERATURA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Desde una mesa de café el mundo parece distinto. Ni libros de autoayuda, ni Prozac, ni cosa que se les parezca. Un macchiato, un vaso de agua, un tabaco, un buen libro y se acabó. Con las páginas del ensayo en turno y con el horizonte que contemplas basta y sobra.
No me lo vas a creer, pero la literatura lleva en plenas tripas el gran poder de un paseo al psicoanalista entremezclado con un Lexotanil. Lo que soy yo, juro que en la terapia que supone alguna terraza bien llevada caben el yin y el yang, lo uno y lo otro, apretujados como sardinas en lata, al punto de que la atalaya que construyo se da de bruces con la comedia humana haciendo de las suyas a placer.
El otro día fumaba un Davidoff mientras pensaba en deudas y otros dolores de cabeza. En medio de un cuento de Cortázar alcé la vista para echar un vistazo a los alrededores y una mujer de muy buen ver sacudía los brazos con violencia, enfadada, frente a un señor de bajísima estatura, rechoncho para más señas, al que cualquiera pudo confundir con un gnomo. Ignoro los detalles pero al poco la discusión subió a mayores. Bajé entonces la vista para seguir acribillando al buen Cortázar y dos minutos después, al levantarla de nuevo, el gnomo y la señora intercambiaban fluidos bucales en un beso digno de Bogart y Bacall.
Es que ya te digo. Gratis y en la mejor butaca. En otras ocasiones el escenario que es el mundo procura estrenos que para qué te cuento. Lo elevado o lo aborrecible, lo irrisorio o lo extravagante, lo atractivo o lo chocante irrumpen al modo de esos peces que de pronto saltan sobre el agua, vuelan por los aires, se dejan ver, te deslumbran y acuatizan de seguidas como si nada. La terraza de un café hecha más que terraza de café, dime tú si no.
Ayer mismo, por no ir más lejos, estaba en el Ohlalá con la Trilogía de Nueva York, de Auster, calzada en su final y la colilla de un puro dominicano entre los dedos. En la mesa de al lado un hombre ya de edad charlaba feliz con una señorita. Conversaban a todo pulmón, discutían el precio, el tiempo, el lugar de encuentro y yo recordaba con una sonrisa que poco a poco se ensanchaba las artes regateadoras de una tía allá en el mercado de mi pueblo.
-Vas a alucinar, vas a brincar, vas a relamerte como un mocoso con dulce nuevo-, dijo ella.
-Treinta minutos, oye, treinta minutos por semejante pasta y si te he visto ni me acuerdo es que es asalto a mano armada-, respondió mi tía. Y así.
El jugo de naranja que sorbía el señor y la cerveza helada que engullía la diva daban la impresión de una metáfora perfecta. Recomendables vitaminas frente a la cebada fermentada, mira tú, ponte a imaginar el resultado. Un vacío sin segundas oportunidades o el estruendo, la inmensa polvareda, el big bang que a última hora lo renovaría todo, lo originaría todo, lo crearía todo. En fin, que desde Paul Auster y el puro dominicano llegué a contemplar entre volutas el deseo, la felicidad, el placer que a codazos intentaba abrirse paso sin importar patas de gallina, años cumplidos, manos temblorosas o píldoras para la tensión. Llegado el acuerdo salieron a la calle, caminaron despacio, ambos por cumplir el rol que la trama les tendía.
Desde una mesa de café el mundo parece distinto, pero no exageremos. Si abres bien los ojos respiras O2, exhalas CO2 y lo demás es cuento chino. El universo tal cual es. La vida, que no es de color rosa ni valle de lágrimas eterno se quita los ropajes y posa para ti, sin disimulo, con sus carnes fofas o sus piernas de infarto, con sus lunares y sus manchas o su exquisita piel de durazno. Con su larga cabellera y sus labios entreabiertos.
En una novela de Dos Passos y en las grandes historias de Rosa Montero, pongo por caso, lo observas a rabiar. Literatura y vida, vida y literatura enfrascadas en un bolero que no acaba, fundidas al son que tintinea en el Ohlalá, que ya es mucho decir. Y de qué manera. Mira pues de qué manera.