SENTIR NOSTALGIA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Hace pocos días, el veintiocho de abril, mi madre cumplió dos años de fallecida. Durante estos meses los días han procurado, de a poco, la materia prima con la que reconstruyes estampas, imágenes muy viejas, recuerdos que entre otras cosas ejercen función terapéutica.

     Johnny, un amigo de la infancia, me envía por WhatsApp cierta fotografía. Ambos tendríamos alrededor de veinte años. Estamos su madre, la mía y nosotros dos frente a ellas posando para la cámara, con tazas de café en las manos. Celebramos la vida, parecemos, cada quien a su manera, desmigajar a la señora felicidad sin rubores de ningún tipo. Mamá sonríe, luce el corte de cabello que casi siempre prefirió después de cumplir sesenta y la atmósfera que ahora respiro gracias a la imagen observada es una máquina del tiempo.

    Noto el paso de las décadas que sin miramientos da cuenta de su labor indetenible, una faena que termina en líneas de expresión, patas de gallina, canas como hilos de plata entre el ovillo que antes fue muy negro. Pienso entonces en mi madre y varias escenas del pasado comienzan a llegar de golpe. Pienso en los días que enmarcan esta foto, en la mujer que fue, cargada de energía, de órdenes por dar, de esa dinámica imparable que guardaba en sus entrañas y me parecía explosivo puro, dinamita, típicos de la lucidez y de la juventud -no necesariamente física- que le chorreaba por los poros. Es que recordar es un asunto serio. Más allá de cualquier idealización queda la impronta de lo vivido y compartido, algo parecido al guante amarillento que hallas en una gaveta ya para siempre sin la mano que solía darle contornos, insuflarle aliento a su manera, crearle propia vida.

    Después, otro amigo me hizo llegar más fotografías. Me fijo en una de mamá con menos años que Fayad y yo hicimos siendo apenas unos niños. La había olvidado por completo. No recuerdo quién dio el click pero ella está ahí, en la acera frente a nuestra casa mientras camina sonriente con dirección a la cámara. Observo su blusa y su falda y la recuerdo vestida así en varias ocasiones. Noto el tono alegre de alguien que nunca reprimió su condición feliz. Lo fue y mucho, y justo ahora, ahora mismo, quien sonríe soy yo porque saberlo me hace sentir bien. Dos fotografías alejadas entre sí por mucho tiempo y dos fotografías en las que mi madre es siempre ella de cabeza a pies.

    Mientras rasguño esta página tengo al lado un tomo de las cartas completas de Julio Cortázar, delicia que intento relamer de cuando en cuando. Son misivas largas, a veces pequeñas notas, postales, telegramas, en fin, que representan una vida llena, como todas las vidas, de alegrías, tropiezos, fracasos, aciertos y nostalgias. De estas últimas, motivo de cuanto he garabateado aquí, llegó a escribir: “Si vitalmente me siento más joven que cuando tenía 25, las meninges están viejas, los fantasmas del inconsciente se toman cada vez más sus revanchas en forma de atroces pesadillas y diversas formas de vague à l’âme, que estará mal escrito pero es bien cierto”. (Avoir du vague à l’âme: sentir nostalgia). Desecho las pesadillas a propósito de estas líneas y me quedo sólo con la nostalgia, que bien vista es el triste y a la vez azucarado placer de rememorar cuanto existió sin posibilidad de que reaparezca en el presente.

    Dos amigos frotan la lámpara y el genio hace de las suyas. Mi madre en medio, nuestra vida juntos ahí enfrente, y el tiempo que juega al gato y al ratón entre el ahora y esa sombra a veces dulce, redulce, que llamamos ayer. En todo ello permanezco.

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