COSAS RARAS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Estoy solo en casa -o casi-. Nada más que con Percy, mi perro, que es un dechado de amistad, de compañía y de buena charla, pero esta es historia para otro escrito. A propósito de un viaje más que postergado, quisieron ahora los astros que las circunstancias se dieran y heme aquí, la familia lejos  y yo íngrimo como la una -o casi-. Robinson Crusoe en plena urbe.

    Desde mis años de estudiante universitario la soledad no apretaba las mandíbulas. Hoy, unas décadas luego, las aprieta con ahínco, con placer y hasta con sadismo en ambos glúteos, cosa que detesto de pe a pa pero qué se le va a hacer. Amanece, pasa el día, atardece y anochece y descubro aconteceres que ni por asomo supuse que llegarían a rondarme con perversidad. Y qué digo rondarme: establecerse, anidarse, echar raíces en esta vida mía que, juro por todos los dioses, distaba años luz de semejante acoso.

    Pero como a las palabras se las lleva el viento, lo que con toda razón opinaba mi abuelita, doy  de seguidas clarísimos ejemplos, precisos botones de muestra para que nadie me acuse de hablachento. Todo comenzó en la calle, en el triste y solitario valle de lágrimas que suele ser la ingrimitud -o casi-.  Sí, todo comenzó en la calle, en las afueras de la universidad donde trabajo. Ahí, mientras a la hora del almuerzo caminaba rumbo al restaurante chino con lumpias, arroces y tallarines entre ceja y ceja, me pregunté como si nada por las llaves de la casa.  De inmediato mi mano izquierda voló al bolsillo idem y entonces pude respirar tranquilo, regresó mi espíritu, retornó mi alma o lo que fuere a mis entrañas. Estaban las llaves en su sitio, allá al fondo, bien acomodadas junto a unas monedas y un caramelo Halls, Lyptus de yerbabuena para más señas.

   Jamás llegué a preverlo, pero ese pequeño susto fue apenas el comienzo. Lo terrorífico cogió fuerza, adoptó forma monstruosa las veces -ocho o diez o quince al día- en que un golpe de adrenalina me taladró el pecho gracias a la imaginación desquiciada, esa loca de la casa descentrada, perturbada, desbocada. Entonces, si saludaba a un colega en el pasillo, si daba una clase cualquiera, si me servía un café en la oficina, si hojeaba algún libro jugo en mano, si iba al baño y orinaba, la visión aterradora de las llaves extraviadas hacía de las suyas, irrumpía y pateaba, clavaba sus pezuñas en las carnes de la preocupación y qué te puedo decir, tiemblo, se me corta la respiración, la migraña ataca sin piedad.

    Y como si todo esto no fuera suficiente, ya medio recuperado de la última taquicardia, mientras atiendo al Director por una cuestión urgente de programaciones académicas, vienen de pronto, a cada rato hasta convertirse en catarata, en chorro gigantesco, imágenes de cierto grifo abierto que por descuido no cerré antes de largarme al trabajo. El mismo terror, de nuevo el sudor frío, otra vez el desconsuelo colgado del pescuezo.

    Me preocupo por la tubería del lavamanos, no vaya a ser que al regresar encuentre la sala como decorado de un fondo marino que me espanta. Una corriente helada me surca el espinazo hasta acabar en las uñas, porque estoy seguro de que dejé el tubo del gas abierto en la cocina. Veo como si estuviera ahí al buen Percy cagándose sobre la alfombra, meando a placer camas, sillas y sofá y limándose con gusto los caninos con las patas de una mesa. Sufro como Cristo al suponer que la ventana frente a mi escritorio ha quedado abierta y la lluvia, el diluvio que se vino abajo arrasó con exámenes sin calificar amén de documentos insustituibles, importantes como ningún otro, etcétera, etcétera, etcétera. Y así.

    Pero el colmo de los colmos pasó ayer, en el cine, entre una mascada de chicle y la mejor escena de Los puentes de Madison, cuando Clint Eastwood besaba a Meryl Streep por vez primera y todo era romance, música suave, media luz y dame otro beso y toma y dame más y aquí lo tienes. Justo ahí me llegó como una exhalación la certeza, la absoluta y bendita certeza, ahora sí, nada de dudas, ni un mísero ápice, digo, me atravesó de cabo a rabo la certeza de que había dejado la puerta del apartamento abierta, lo que se dice de par en par, y como cantaba el gran Lavoe, pues nada, entren que caben cien, cincuenta paraos y cincuenta de pie.

    Ni qué decir tiene que salté como conejo, que pasé por encima de una viejecita que lloraba a moco tendido sobre su butaca entre besos, abrazos y amores tardíos y arrojé por los aires la bandeja con palomitas, un perro caliente y una Pepsi Cola. Salí como alma que lleva el diablo, caminé una cuadra, dos, busqué un taxi, no lo hallé, lloviznaba, quise sacar el paraguas pero la mochila dormitaba en el cine, otra cuadra, otra, otra más, ni un maldito taxi, corrí, Usain Bolt en la 6 de Diciembre, en la avenida donde ha batido un nuevo récord: cien, doscientos, mil quinientos, cinco mil metros planos o con abolladuras, con pista mojada, con el alma en un vilo, con el corazón en la boca. Usain Bolt que cruza por fin la línea de llegada y alegría, y nueva marca, y felicitaciones, y ramo de flores, y podio, y besitos de una linda chica.

    Hago una señal al conserje, que es nuestro saludo cotidiano. Subo escaleras, nada de ascensor, no, no hay tiempo. Décimo cuarto piso, pasillo derecho. Puerta cerrada. Pretendo abrir, intento girar el pomo, olvídate, el seguro puesto y muy bien puesto. Todo en orden, todo en perfecto y segurísimo orden. ¿Quién te manda a ser imbécil?, me reprocho con cara de subnormal irredento. Entonces mano en el bolsillo, los dedos que hurgan, los dedos que buscan, los dedos como peces que aletean en las vacías profundidades de la tela. Y es que se cuenta y no se cree. Y es que me lo temía como no tienes idea. Había perdido las llaves.

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