CONVERSACIONES SIN IMPORTANCIA
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Entras a un café y medio mundo está de lo más absorto. Unos consigo mismos y la mayoría con otro u otros dándole a la parla, de modo que abres bien los ojos y detallas gestos, miradas, escenas. Cada quien con su cada cual: para inventar el universo o para descubrir el agua tibia.
Cualquiera llega al café como quien se presenta a una clase, a la casa de la novia o a la Iglesia, y ahí se esfuerza porque el sentido aparezca, es decir, se da de bruces contra el muro de todo caos por el simple hecho de crear pie y cabeza, de poner orden y concierto.
Tengo un amigo terco como una mula que siempre pretendió su vellocino de oro, aquí y ahora pleno de certezas, comenzando por el uno, siguiendo por el dos, continuando por el tres y así sucesivamente. Todo planchado y almidonado. No está mal el asunto siempre que dure y dure, pero cierta realidad cae como piano de octavo piso cuando te percatas de que cuatro por tres es igual a doce, pero a lo mejor también trece. Y así.
Inventar un universo o descubrir el agua tibia tienen en común el sitio exacto donde nace la cordura, de modo que el perímetro seguro, tu zona de confort, alberga coordenadas que es mejor guardar con celo en los bolsillos. Entonces entras al café y lo ves con claridad: medio mundo está de lo más absorto, unos consigo mismos y la mayoría con otro u otros dándole a la parla, así que abres bien los ojos y detallas gestos, miradas, escenas. Cada quien con su cada cual, justamente para eso: inventar el universo o descubrir el agua tibia.
Ahí, en ese café al que llegas a diario, lo que dices y cuanto te dicen es de primer orden. Te esmeras en expresar lo preciso y lo medido, con lo que esperas que te respondan en igualdad de condiciones. Después, al llegar a casa o al día siguiente en el supermercado ocurre igual, afirmas y te afirman, sostienes y te sostienen, reconoces y te reconocen. Pides el café o un kilo de carne -da lo mismo- y todo es importante, vital para más señas. Si la intrascendencia asoma las narices la despachas, vuela por los aires, corre con el rabo entre las piernas luego de una granítica patada que le atinas, precisa, calculada, ineludible, por el culo.
Lo que soy yo, cierta vez pensando en estas cosas le saqué la lengua al día a día cuadriculado. Desde entonces cultivo el sano hábito, pongo por caso, de las conversaciones sin importancia. Mientras quien está enfrente me tira de las orejas para que lo significativo, lo relevante y lo sustancial se instalen a sus anchas, yo esquivo semejante esfuerzo y el pobre mueve el capote, lo sacude con fuerza en provocación más que directa pero no, olvídate, pide otra cerveza pero olvídate.
Una conversación sin importancia arroja dividendos nunca antes previstos. De una charla banal emerge la luz y te encandila, cosa extraña en principio pero a la larga lo más natural de la comarca. De un intercambio de ideas intrascendente he descubierto la vía oculta que piso ahora con sabiduría, por lo que no me negarás que es la forma expedita de transitar cualquier camino.
Un texto sin la menor importancia, como éste si a ver vamos, tiene la particularidad y por supuesto la ventaja de que va directo al blanco. Golpe al mentón y que cuenten hasta diez. No inventas el universo ni descubres el agua tibia, pero a la vez pisas otros suelos, allá donde seguro existen.