MANOJO DE FOLIOS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    La mayoría de los escritores dicen a los cuatro vientos que leer y que las buenas historias hacen vivir otras vidas. Es una verdad tan grande como el Himalaya, lo cual termina por hacerte más rica la existencia y más llevadero el traca traca de los minuteros. En la adolescencia, cuando un manojo de folios fue el martillazo definitivo al momento de levantarle la falda a ciertos días muy aburridos, lo comprobé y luego hallé por mero azar un mecanismo que por mucho tiempo implicó visitar el Paraíso.

    Por aquellos tiempos descubrí el Tarzán de Burroughs -el del libro, no el de la Goldwyn Mayer, que también-, el Sandokan de Salgari, los cuentos de Cortázar, La máquina del tiempo de Wells y mil relatos policíacos, entre ellos alguno de la enorme Susan Hill. Trozos de lo maravilloso justo en el rincón de casa que elegí para los viajes a lomo de hoja impresa.

    Ni los problemas de química, ni los quebraderos de cabeza que Robert Malavé, profesor de matemáticas, nos obsequiaba tres veces por semana en el Instituto San Antonio, ni el Movimiento Rectilíneo Uniforme o las leyes de Newton con su infernal compañera la energía mecánica, cinética y potencial, nada, absolutamente nada pudo contra el hachazo fulminante que fue la literatura pura y dura.

    Entonces la magia se sentó al lado y jamás de los jamases, mientras me encontré embrujado, volví a sentirme parte del perro mundo en el que todos chapoteamos. Con precisión de reloj suizo el mecanismo hizo de las suyas. Avizoré o inventé, qué puede importar ahora, el verdadero país de las maravillas, al alcance de la mano, a la distancia de unos cuantos folios, subordinado al placer cada vez que lo quisiera.

    Y me fui a vivir a los libros. Dejé a la vista, por ejemplo, la página ciento veintitrés de El faro del fin del mundo y de cabeza fui a parar a sus entrañas. Engullido sin remedio, atrapado en su madeja, para regresar a casa hube de trepar por la cuarenta y seis hasta por fin salir a la portada. Caminé unos pasos, salté del libro al cojín y me senté como siempre en el sofá de los milagros. Lo hice una, dos, tres, muchísimas veces. García Márquez, Vargas Llosa, historias de caballerías, de amores, de detectives -con las de fantasmas ni en broma-. El hombre invisible fue alucinante y recuerdo que también las aventuras de Gulliver. Si no me equivoco, la última vez lo llevé a cabo con La vuelta al mundo en ochenta días. Tomé un fajo de cuartillas, lo abrí, página tal, y Phileas Fogg avanzaba en sus andanzas, Passepartout igual y yo junto con ellos. Para volver subí no sin esfuerzo por el pliego ciento veintidós hasta verme de nuevo sobre la superficie olorosa del papel. Salté con precaución para evitar lastimarme y otra vez el sofá ahí, la lámpara encendida, el rincón de lectura sólo para mí. ¿Qué te puedo decir? Tienes que vivirlo para comprenderlo.

    En estos días me dio por repetirlo. No tuve mejor idea que reanudar el asunto con un relato del Marqués de Sade -imagína tú lo demás-. Ahora tengo entre las manos Carrie, del buen Stephen King. Lo hago y después te cuento. Prometido, ten por seguro que te cuento.

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