AMIGOS PERDIDOS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Desde la adolescencia, cuando me convertí en frecuentador de librerías de viejo, me fascinó el rostro -los rostros, para ser exacto- de esos ejemplares que exponen a pleno sol las cicatrices de sus andanzas.

    Más de una vez entré en tales lugares sólo para hurgar en páginas sepia con marcas aquí y allá: una dedicatoria, notas al pie, subrayados varios, comentarios en los márgenes, señalamientos de cualquier pelaje. Darse de bruces con los guiños que mil y un textos lanzan a quienes los hojean no es poca cosa. Ahí dormita un metatexto, un caudal de vivencias, de relatos más allá de la novela o el ensayo que perdérselo es cuando menos una tontería flagrante. Así lo he concebido y desde esta verdad entablé mi relación con ellos.

    Hay textos de textos, claro. Los nuevos, los impolutos, aquellos cuya marca fundamental es su condición de apenas estrenados -Camila, mi hija mayor, siempre ha dicho que nada como el aroma de un libro al que le arrancas el plástico que lo protege, líquido amniótico donde aún flota a placer en la placenta-, y los viejos, palimpsestos de entraña tallada a fuerza de andanzas, laberintos, espacios y lugares por los que transitaron entre aguaceros o atardeceres, sosiegos y quebrantos.

    Cada vez que con toda mi osamenta pongo un pie en una librería de viejo voy dispuesto a cazar de múltiples maneras. Busco el ejemplar que me salte al cuello como felino agazapado y tengo la esperanza entonces, o más bien la certeza, de que vendrá detrás una andanada de alucinaciones y experiencias que son lo que se dice el premio gordo, la vivencia superior. Cuando apunto, cuando disparo y cuando acierto, pienso que Borges brincaría en una pata de mera alegría pues también ésta es una de las formas de la felicidad, como llegó a decir a propósito de leer.

    Recuerdo que hace algún tiempo les comentaba que doné mi biblioteca, esa que dejé en Venezuela cuando debí partir. Por un tiempo tuve la esperanza de traerla al Ecuador, pero pronto me percaté de que sería imposible. Guardé las obras más atesoradas y el resto estará ya en distintos brazos, en diferentes anaqueles. Ahora me pregunto qué trajines vivirán los volúmenes que una vez hospedé en casa.

    Por lo general se cree que los libros albergan aventuras, lo cual es una verdad de Perogrullo. Pero muchos protagonizan correrías que rivalizan con las historias que sus páginas cuentan. Un relato dentro de un relato, una peripecia dentro de otra, un cuento formal en negro sobre blanco que es sustrato para el sinfín de sucesos, enredos, magulladuras y calaveradas que cargarán sobre sí a modo de capas superpuestas como inmensas cebollas bibliográficas. Así los imagino y así quiero recordarlos, fieles degustadores de una existencia que los arroja al patio de los gladiadores.

    Cuando me vienen a la mente, cuando rememoro, cuando salgo a olisquear en librerías y me doy de frente con un tomo idéntico al que una vez cobijé en mi biblioteca, respiro hondo e imagino a mi ejemplar en sus batallas a brazo partido con lectores brutazos o muy inteligentes, con molinos amenazantes, en escenarios dignos de verdaderas hazañas librescas. Y me siento a un lado y saboreo en silencio la nostalgia, no otra que la de los íntimos amigos perdidos.

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