MIRADA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    No deja de impresionar cuánta gente mira y cuánta gente no ve. Válgame Dios, en un mundo de ciegos se pierden los contornos, se borronean las imágenes y por más que busques poco encuentras aquí o allá en el camino.

    Ahora me viene a la memoria Julio Cortázar, quien en alguna de sus tantas cartas escribía que aprendió a mirar tarde, en París, metido hasta la ingle entre sorpresas que sus calles obsequiaban lo quisieras tú o no. Mirar se aprende, pues, y para mirar hace falta el jalón de orejas que la belleza, pongamos por caso, te procura en ciertas circunstancias, ojalá más temprano que tarde.

   Digo yo que el arte de mirar, como todo arte, se las trae con fuerza y sin contemplaciones. Mirar lleva en las alforjas la clave de posibles hallazgos, de seguros encuentros con cuanto pasa por invisible frente a las narices, lo cual, de no alcanzar ese punto, acabará por eludir trozos de fabulosa existencia, por chapotear hundidos en el fango de las apariencias.

    En cuanto a mí, no me preguntes cómo ni por qué, me dio desde hace años por asociar la mirada al ámbito de la contemplación. Mirar como ejercicio fabuloso de contemplación y mirar, así, más allá de otear el horizonte sin otro fin que el de ver la única cosa que te depare uno de los cinco sentidos.

   De la mirada deriva parte de lo que llevas dentro. Ahí descansa, como felino echado en la sabana, el hecho cierto de agujerear la vida cotidiana, ésa que despunta al amanecer, día tras día, en la insoportable rutina que no va a finalizar jamás. Con el último tañido de tu última campana, al sacar las cuentas, pobre de ti si el ojo con el que miraste fue el mismo con el que naciste.

   Toda mirada digna de tal nombre parte de un momento ígneo, es decir, algún instante que la despierta, la desidiotiza y la hace mujer de gran templanza. Cualquier mirada que valga la pena es eso, el aprendizaje acumulado que fija los bordes de la imagen a la que se debe y de seguidas aprieta el gatillo para ver con ojo verdadero, con vista de águila, con paciencia de gato tumbado en la rama de aquel árbol.

   Hay miradas de miradas, por supuesto, pero que quede claro el hacer básico, simple y complejo de la pupila ensimismada, al acecho de quietudes y silencios. El arte de mirar, como diría el poeta, te restriega el universo en plena cara y te aplasta la nariz con mano dura, recia, amplia, sublime y guiadora.

   El otro día caminaba por ahí y vi, o sea, miré. Entonces cesó el quebradero de cabeza, echó para atrás el mar confuso, poco navegable que opaca el lente de la entrevisión, y lo que miré era extraordinario y a la vez pedestre, elevado y descendido, un rostro más del día sin sal que demasiadas veces nos atraviesa a quemarropa. Mirar implica así no darte de bruces con lo imposible sino todo lo contrario, tomar de las manos, de las pelotas o del cuello el hilo distinto de la tarde por la que con tranquilidad avanzas. Mirar es ver, ya lo habrás apreciado, pero siempre ver de otra manera.

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