EL HOMBRE QUE ROBABA LIBROS
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Entre los placeres que más aprecio en esta vida están los bibliográficos. Por eso aún no me he dado de bruces con literatura virtual, Dios me proteja. Le doy mi tiempo y mi pasión a la tinta y al papel, que quede claro, y todos tan contentos.
Un libro que se respete, en tanto objeto, bien puede calificar como obra de arte. La historia que cuenta va de la mano con lo anterior, de modo que un libro bien editado y a su vez magníficamente logrado desde el plano literario no me negarás que es un tesoro.
Lo cierto es que hay placeres de placeres y gente entre la gente. Yo, pongo por caso, de un libro feo a reventar no leo una sola línea. Llámame como quieras, tíldame de lo que sea, a tu antojo, pero no, paso y que le prendan fuego. Así, conozco señores que se emocionan frente a una biblioteca, algunos para adornar la sala del apartamento y otros para comprarla a tanto el kilo y revenderla de seguidas. Y conozco a quienes se incrustan el ejemplar bajo la axila porque da caché, te hace lucir sabihondo, sirve para el qué dirán.
Total, que de manías al por mayor el ámbito de lo libresco está ahora a reventar. Para todos los gustos, para cualquier antojo, para mañana, tarde o noche. El otro día la señora Ágatha, ama de llaves de un pariente muy forrado, clasificaba libros como si fueran pinturas. Estos para los anaqueles del rincón, o a ras del suelo, estos de piel de cuero y tapa dura, con pinta de lo más formal, justo al centro de la biblioteca, visibles detrás del escritorio del estudio. Y así. Un libro es estética de hecho, dígalo cualquier lector digno de tal nombre, pero también estética a la hora de acomodar los muebles. Hay de todo, como escribía arriba.
Pero el detalle mayor, la pepita de oro que alumbra en el fango tiene que ver con un amigo. José Luis de la Cuadra, extravagante por donde lo mires, ve en los libros un valor de uso que agárrate para que no te caigas. Mi amigo roba libros, tal cual, y los roba no para leerlos, ni para hacer negocios con ellos, ni para adjudicarles propiedades ornamentales en su inmenso estudio.
José Luis de la Cuadra roba libros para disfrutar de sus formas y dibujos, de portadas y contraportadas. Para olfatear olor a viejo, olor a nuevo, entremezclados con el viento tibio del que emanan aventuras que el sólo hecho de abrirlos obsequia a quien sea capaz de apreciarlo.
Decía H.P. Lovecraft que en cierta zona de Nueva Inglaterra es posible toparse con un libro único, un ejemplar como ningún otro, fantasmagórico de cabeza a pies, mágico, traicionero, ilegible. Perpetrado por Abdul Alhazred, quien lo abra perderá los cabales de inmediato. Necromicón, se llama.
De cuanto afirmó el escritor gringo puedo dar fe de total veracidad. No es cuento chino, tampoco efluvios de su imaginación calenturienta. Se trata, y a las pruebas me remito, de una verdad tan contundente como una catedral o una pedrada en el ojo. Una verdad de la que algunos ríen, y se burlan, y limitan al plano de lo falso. Craso error.
Un aciago día, no me preguntes cómo ni por qué, el ladrón de libros dio con este ejemplar. Placer absoluto, alegría a la ene, procedió a abrirlo para disfrutar a fondo del rito al que estaba acostumbrado. Halló entonces la paz, entró de cabeza al Paraíso antes sólo vislumbrado. Al pasar sus páginas, la locura lo salvó para siempre.