CADA MEMORIA…

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Escribe Juan Villoro que “cada memoria sigue sus propias sendas con egoísmo”, y tiene razón. Estoy en un café de Atarfe, pueblo cercano a la ciudad de Granada, con la única intención de complacer el paladar, tomarme un buen cortado y por si fuera poco acompañarlo con un Villiger Red Mini. Tabaco para más señas.

    Entonces pasa el tiempo, vuela para ser exacto. Escucho las campanadas de una iglesia próxima diciéndonos que las seis en punto de la tarde hace acto de presencia. Pido otro café porque no quiero dejar este lugar a cielo abierto, de terraza como Dios manda, así que otra media hora transcurre mientras saboreo, contemplo, practico el íntimo deporte de ver pasar la vida.

    Hasta que comienza la función. Atardeceres, lo que se dice atardeceres, he mirado a chorros, aquí y allá, gracias a que tengo canas en la barba y la experiencia da para que se acumulen imágenes de todos los pelajes. Cielos de un turquesa nunca antes sospechado, paletas de ocres y carmines que te saca lágrimas, amarillos, violetas, tonos rosáceos que ni en sueños, y así. Pero lo que tengo enfrente es lo que tengo enfrente.

    Juro por todos los dioses que el espectáculo me cogió por las pelotas. Una llamarada de rojos, de naranjas, de luces tragándose un horizonte incendiado. Ahí me quedé, agradecido por tanto, mínimo frente a la belleza, hecho trizas como gota aplastada entre sorpresa, asombro, felicidad y taquicardia.

    Dejé entonces que los acontecimientos siguieran su curso, es decir, me eché en brazos de esa casualidad que me llevó a tal lugar, a la mesa precisa con vista a los confines, y esperé tranquilo a que el fenómeno acabara. Lo hizo al rato y volví a agradecer. En ese instante recibí otro regalo.

    Un hombre más o menos de mi edad comparte con alguien en la mesa contigua. Terminan de comer o beber, se levantan, y al alejarse veo cómo ella, entrada en años, casi anciana, lo toma del brazo, luego de la mano, mientras conversan y desaparecen en medio de la gente. Aquí se desata una cascada.

    Recuerdo a mi madre. Me veo en la Upata de mi infancia, de mi adolescencia. Caminamos,  también se apoya en mí, toma mi brazo, toma mi mano. Me veo con ella un día, otro día: idéntica puesta en escena, unidos a través del simple gesto que dos extraños han dispuesto como si nada. No me negarás que la alegría se lanza a tu cuello cuando menos lo esperas.

    Entre el atardecer y el perfomance de la memoria, ¿qué más puedo pedir? He sido afortunado, he vuelto a comprobar que la concha que me empeño en construir es carrocería barata. Sé que adentro hay carne blanda, nervios a punto, glándulas y linfas y oquedades, entrañas para más señas, que revuelcan y refocilan al humano que he sido con la silueta de lo que voy siendo. Sí que tiene razón Villoro. La senda que labro desde la remembranza está hasta las narices cargada de egoísmo.  Y es maravilla entre maravillas.   

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