EL PLAN PERFECTO PARA RASURARME

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Me planto ante el espejo y resulta que soy observado. Extraño, claro que es extraño. ¿Acaso la normalidad es cosa de todos los días? ¿Juras que existe como el bolígrafo que cargo entre los dedos? Déjame llamarte iluso cuando menos.

    La verdad es que intento afeitarme y ése que no deja de mirar lo impide por completo. No creas que me altera o me asusta de algún modo. Sé muy bien que todo cuanto suponemos controlado, lo normal para más señas, es el más grande embuste de estos tiempos. Porque lo imaginado diferente, planos mágicos o fantásticos pongo por caso, chapotean aquí y allá en las mismas aguas que llamamos realidad.

    Así que afeitadora en mano, justo al pretender la rasurada de rigor, quien me observa brinca a la derecha y se acabó, abortado el procedimiento que requiero con urgencia. El minutero avanza, la oficina espera con su cartapacio de trabajo, y yo en el baño a un tris de pelearme con mi sombra.

    Opto por hacerme a un lado con intención de despistarlo, de modo que a medias sigo mi reflejo en el azogue. Él no, él continúa mirándome de frente y basta levantar el brazo con la hojilla para que el muy cretino se ponga a dar saltitos y a bailar, por lo que el resultado de mi plan otra vez es el fracaso.

    Si la normalidad es un invento social, si conductas aceptadas caben en el corsé que nos ponemos para homogeneizar nuestro paso por las calles, el del espejo es mi extraordinario yo, es decir, el ilógico reflejo que sobre semejante superficie jamás cabría esperar tan pronto me paro frente a ella. Pero la verdad sea dicha: su extraño proceder es apenas misterioso, singular sin duda alguna, acaso insólito si quieres, pero lo importante es que no cabe imposición de ningún tipo, eso que declaramos excrecencias de una realidad aparte. Tenía razón el buen Cortázar a la hora de escribir lo que escribió, algo así como que soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja de sueño.

    Pero volvamos al grano. Ya casi es hora de salir mientras continúo ante el espejo sin utilizar la afeitadora. Como no pasé la mejor noche que digamos y siendo alguien que duerme como un tronco, deduzco que estoy medio dormido. Luego abro el chorro de agua fría para mojarme la cara, para despertarme de una vez, seguro ya de lograr mi cometido. Al acabar vuelvo al espejo pero no hay rebote alguno, no encuentro a mi yo parado enfrente, cosa que me irrita hasta lo hondo gracias a que convendrás conmigo en que no puede sucederme a mí, en que no es justo, y mira la hora, y debo llegar a la oficina y el jefe y qué voy a decir.

    Decido una tregua con el otro para lavarme los dientes. Dejo la Gillette y unto el cepillo con la pasta. Muelas, incisivos, lengua, cumplo el cometido sin problemas. Me enjuago, escupo, vuelvo a  enjuagarme como si fuese un ritual para romper el maleficio. Al terminar cojo la maquinilla y asomo de nuevo el rostro en el espejo. Estoy ahí y él está ahí, qué cosa aliviadora. Hago  muecas, me paso una mano por la barba, alzo las cejas, achino los ojos. Feliz compruebo que mi reflejo es el fiel acompañante cuya rebeldía parece ahora no existir.

    Aprovecho el instante, lleno mentón y mandíbulas de espuma, alzo con rapidez el brazo y aterrizo en mi mejilla izquierda. A punto de barrer los vellos él ríe sin medida ni fin mientras saca una y otra vez la lengua en plan de burla. Da de seguidas media vuelta, avanza con pie firme hasta la puerta, gira el pomo no sin antes decir adiós, que tengas suerte.

    En la oficina el jefe me recibe con recelo. Hurga en mi aspecto y pregunta si amanecí enfermo. Cuando respondo que no ha pasado nada recomienda un baño tibio y el uso de la afeitadora. Asiento con desgana y corro a mi escritorio. Como no puedo concentrarme, medito, pienso, le doy vueltas a lo acontecido. Entonces trazo un plan para mañana, calculado, estudiado, razonado. El plan perfecto para rasurarme.  

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