COLORES EN EL CIELO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Ciertos tonos, cierta hora, el ánimo a punto. La puesta en escena que semejantes ingredientes procuran, digamos, en una terraza de café, lleva en las entrañas la escala de memorias que baña el suelo donde estás como se está en las arenas de una playa machacada por las olas.

    En un café cualquiera me detengo a las cinco y media de la tarde. A veces la muchedumbre espanta el resplandor típico de todos los veranos y en su lugar anida la rutina, el viento maloliente del ruido y la mediocridad. Entonces me encojo de hombros porque nada hay que hacer: una mala tarde, una faena echada a las alcantarillas.

    Pero ocurre también lo contrario. Camino despacio, vislumbro la terraza digna del silencio, de colores que te resucitan, de la hora clave donde la alegría cae de pie con vista al frente y después el Paraíso. Es ahí cuando te abraza la quietud, el equilibrio, eso que te coge por el cuello, te sienta de golpe mientras quedas a merced de la felicidad, boquiabierto, reconciliado con el mundo.

    Hay degustadores de cafés, de vinos o de qué sé yo. En mi caso, he descubierto que soy un catador de luz. La de mi pueblo, por ejemplo. Upata, Venezuela adentro, a las seis en punto de la tarde escupe un ocre que te engulle. Quito, sin lugar a dudas, que deriva en la continuación de aquella lumbre pueblerina. París en medio de amapolas, gorriones esquizofrénicos, balcones luminiscentes justo antes del anochecer. Y ahora me asombro con la luz de Andalucía, de Granada para ser exacto, regalo en su abanico de carmines, de fucsias, de oro y brillo azul como pocas veces he llegado a contemplar.

    La luz del pueblo en el que crecí ríe a mandíbula batiente y se monta a horcajadas las nubes de Fuentevaqueros, el plenilunio de las calles de Atarfe  y por si fuera poco sube a sus espaldas el sol, los soles que acuchillan en julio la Puerta de Elvira, la Alhambra en su misterio o las veredas bulliciosas del Albaicín.

    Basta el macciato de costumbre, es suficiente con la hora precisa en su redil. Bastan los tonos escurridizos y el ánimo a punto. Lo que soy yo, ando despacito, engullo sístoles y diástoles creciendo en número y en fuerza y sé cuándo detenerme, atravesar el umbral, hallar la mesa perfecta y observar. Entonces la memoria revienta a sus anchas, vuela en mil pedazos, en astillas, en vidrios destrozados que se estrellan en tus poros, en tu nuca, en tus manos hasta acabar bajo tus uñas.

    Total, que este azul sin nubes termina en un lienzo de Picasso o en las páginas de García Lorca. Azul sin nubes hecho gusano y de seguidas mariposa. Desde la terraza contemplas, muerdes la metamorfosis que no tiene razones ni argumentos, ni medidas ni porqués. Sólo así, nada más así. Y desde el minuto exacto, si estás en el lugar preciso, alzas la vista, te llenas de remembranzas, despliegas anhelos y horizontes y dices gracias otra vez, gracias de nuevo, gracias porque la alegría, la belleza y la vida danzan pícaras, sonríen sin vergüenza, te llaman a un palmo de donde te encuentras.

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